El viernes siguiente llovía a cántaros, una lluvia fría que convertía el callejón en un río de barro y agua sucia.Laura y Marta llegaron juntas, abrazadas bajo un paraguas roto, dos abrigos largos que no ocultaban nada: debajo iban desnudas, solo con botas altas y collares de cuero que se habían comprado la tarde anterior «para que nos agarren mejor», dijo Marta riendo.
Los cinco las esperaban ya empapados, fumando bajo el saliente de un tejado. Pero esta vez había alguien más.
Una mujer.
Alta, más alta que Dre, piel negra brillante como obsidiana mojada, pelo rapado a los lados y trenzas cortas en la parte de arriba. Llevaba una camiseta de tirantes empapada que marcaba unos pezones como balas y unos pantalones cargo bajos que dejaban ver el inicio de un tatuaje que bajaba hasta la ingle. Estaba apoyada en la pared, fumando con calma, mirándolas con una sonrisa lenta y peligrosa.
—Chicas… os presento a Nia —dijo Dre, rodeándole la cintura con un brazo—. Mi prima. Acaba de salir de la trena después de tres años. Y está… hambrienta.
Nia dio una calada larga, soltó el humo hacia ellas y habló con una voz grave, aterciopelada:
—He oído que dos blancas ricas vienen aquí a que las destrocen. Quería ver si era verdad.
Laura y Marta se miraron. Sintieron un escalofrío que no era de frío.
Nia se acercó despacio, se paraguas, botas pisando charcos, y se plantó delante de ellas. Con dos dedos levantó la barbilla de Laura.
—Abre el abrigo.
Laura obedeció. El abrigo cayó. Luego el de Marta. Las dos desnudas bajo la lluvia, el agua resbalando por sus tetas, por sus culos, los pezones duros como piedras.
Nia soltó una risa baja.
—Joder, Dre, tenías razón. Son putitas de primera.
Sin más, agarró a Marta del pelo y la besó con violencia, metiéndole la lengua hasta el fondo. Marta gimió dentro de su boca. Laura sintió que se le aflojaban las rodillas solo de verlo.
Entonces Nia se quitó la camiseta. Debajo no llevaba nada. Sus tetas eran grandes, firmes, con aros plateados en los pezones. Se desabrochó los pantalones y los dejó caer.
Y ahí estaba.
Entre sus piernas colgaba una polla negra, gruesa, más larga que la de Dre, venosa, con la cabeza brillante de lluvia. Pero también tenía un coño justo debajo, depilado, hinchado, chorreando.
Una polla y un coño. Las dos cosas. Perfectas.
Laura soltó un jadeo. Marta se llevó la mano a la boca.
Nia sonrió con dientes blancos.
—¿Queréis jugar de verdad esta noche?
Sin esperar respuesta, agarró a Laura por la nuca y la empujó de rodillas en el barro. Laura abrió la boca por instinto y Nia se la metió entera, hasta el fondo, follándole la cara con embestidas brutales. Al mismo tiempo, Dre se colocó detrás de Marta y la penetró de un solo golpe mientras otro le metía la polla en la boca.
Pero Nia era el centro.
Después de usar la boca de Laura, la levantó, la giró y se la clavó por el coño de una estocada que la hizo gritar. Era enorme, más grande que ninguna que hubiera probado nunca. Laura sintió que la partía en dos y se corrió al instante, temblando bajo la lluvia.
Nia no paró. Sacó la polla chorreando y se la metió a Marta en el culo sin lubricante más que los jugos de Laura. Marta aulló, pero empujó hacia atrás como loca.
Durante las siguientes dos horas, Nia fue la reina.
Folló a las dos con su polla monstruosa, alternando coños y culos, mientras los cinco hombres las rodeaban, las usaban, las llenaban. En un momento tuvo a Laura sentada en su cara comiéndole el coño mientras Dre la follaba a ella por detrás y otro le metía la polla en la boca a Nia.
Después puso a las dos de rodillas, una a cada lado, y se pajeó su enorme verga sobre sus caras hasta correrse en chorros gruesos y calientes que las dejó cegadas, pegajosas, felices.
Cuando terminaron, la lluvia seguía cayendo. Los siete estaban exhaustos, jadeando. Nia se encendió otro cigarro, desnuda, chorreando agua y semen, y miró a Laura y a Marta tiradas en el suelo, temblando de placer.
—Decidme la verdad —dijo, soltando el humo—. ¿Queréis que traiga a mis hermanas la próxima semana?
Laura y Marta, con la voz rota, respondieron al unísono:
—Tráelas a todas.
Los cinco las esperaban ya empapados, fumando bajo el saliente de un tejado. Pero esta vez había alguien más.
Una mujer.
Alta, más alta que Dre, piel negra brillante como obsidiana mojada, pelo rapado a los lados y trenzas cortas en la parte de arriba. Llevaba una camiseta de tirantes empapada que marcaba unos pezones como balas y unos pantalones cargo bajos que dejaban ver el inicio de un tatuaje que bajaba hasta la ingle. Estaba apoyada en la pared, fumando con calma, mirándolas con una sonrisa lenta y peligrosa.
—Chicas… os presento a Nia —dijo Dre, rodeándole la cintura con un brazo—. Mi prima. Acaba de salir de la trena después de tres años. Y está… hambrienta.
Nia dio una calada larga, soltó el humo hacia ellas y habló con una voz grave, aterciopelada:
—He oído que dos blancas ricas vienen aquí a que las destrocen. Quería ver si era verdad.
Laura y Marta se miraron. Sintieron un escalofrío que no era de frío.
Nia se acercó despacio, se paraguas, botas pisando charcos, y se plantó delante de ellas. Con dos dedos levantó la barbilla de Laura.
—Abre el abrigo.
Laura obedeció. El abrigo cayó. Luego el de Marta. Las dos desnudas bajo la lluvia, el agua resbalando por sus tetas, por sus culos, los pezones duros como piedras.
Nia soltó una risa baja.
—Joder, Dre, tenías razón. Son putitas de primera.
Sin más, agarró a Marta del pelo y la besó con violencia, metiéndole la lengua hasta el fondo. Marta gimió dentro de su boca. Laura sintió que se le aflojaban las rodillas solo de verlo.
Entonces Nia se quitó la camiseta. Debajo no llevaba nada. Sus tetas eran grandes, firmes, con aros plateados en los pezones. Se desabrochó los pantalones y los dejó caer.
Y ahí estaba.
Entre sus piernas colgaba una polla negra, gruesa, más larga que la de Dre, venosa, con la cabeza brillante de lluvia. Pero también tenía un coño justo debajo, depilado, hinchado, chorreando.
Una polla y un coño. Las dos cosas. Perfectas.
Laura soltó un jadeo. Marta se llevó la mano a la boca.
Nia sonrió con dientes blancos.
—¿Queréis jugar de verdad esta noche?
Sin esperar respuesta, agarró a Laura por la nuca y la empujó de rodillas en el barro. Laura abrió la boca por instinto y Nia se la metió entera, hasta el fondo, follándole la cara con embestidas brutales. Al mismo tiempo, Dre se colocó detrás de Marta y la penetró de un solo golpe mientras otro le metía la polla en la boca.
Pero Nia era el centro.
Después de usar la boca de Laura, la levantó, la giró y se la clavó por el coño de una estocada que la hizo gritar. Era enorme, más grande que ninguna que hubiera probado nunca. Laura sintió que la partía en dos y se corrió al instante, temblando bajo la lluvia.
Nia no paró. Sacó la polla chorreando y se la metió a Marta en el culo sin lubricante más que los jugos de Laura. Marta aulló, pero empujó hacia atrás como loca.
Durante las siguientes dos horas, Nia fue la reina.
Folló a las dos con su polla monstruosa, alternando coños y culos, mientras los cinco hombres las rodeaban, las usaban, las llenaban. En un momento tuvo a Laura sentada en su cara comiéndole el coño mientras Dre la follaba a ella por detrás y otro le metía la polla en la boca a Nia.
Después puso a las dos de rodillas, una a cada lado, y se pajeó su enorme verga sobre sus caras hasta correrse en chorros gruesos y calientes que las dejó cegadas, pegajosas, felices.
Cuando terminaron, la lluvia seguía cayendo. Los siete estaban exhaustos, jadeando. Nia se encendió otro cigarro, desnuda, chorreando agua y semen, y miró a Laura y a Marta tiradas en el suelo, temblando de placer.
—Decidme la verdad —dijo, soltando el humo—. ¿Queréis que traiga a mis hermanas la próxima semana?
Laura y Marta, con la voz rota, respondieron al unísono:
—Tráelas a todas.
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