
La ruta estaba desierta, cubierta por una niebla que hacía que los faros del camión parecieran difusos y fantasmas. Raúl, el camionero, revisaba su camión varado en el kilómetro 69, cuando un escalofrío recorrió su espalda: del humo de la noche apareció ella, llevaba un vestido blanco, casi transparente. Su piel era blanca como la luna, su cabello negro caía sobre sus hombros, y sus curvas imposibles desafiaban la realidad. Sus pechos grandes se movían con un vaivén hipnótico y sus ojos brillaban con un hambre que no parecía humano.
—Parece que necesitas ayuda —dijo, su voz suave pero cargada de poder. Cada palabra hacía que Raúl sintiera cómo su cuerpo respondía sin que él lo decidiera.
Antes de que pudiera reaccionar, ella se acercó, dejando que sus dedos rozaran su pecho, bajando lentamente, provocando escalofríos, tensión y un calor desconocido. Raúl trató de retroceder, pero sus pies parecían pegados al suelo, su pene endureciendose con una urgencia que no podía controlar.
—Shh… no huyas —susurró—. Quiero que me sientas… que me dejes entrar en ti, pero no solo con tu cuerpo, también con tu mente.
Con un movimiento calculado, dejó caer su vestido, revelando un cuerpo desnudo, terso y provocador. Raúl jadeó, incapaz de apartar la mirada de su vagina, de sus tetas, sus curvas. El no se dio cuenta, en que momento se quedó desnudo de la cintura para abajo. Sus manos comenzaron a temblar, mientras ella se arrodillaba frente a él, tomando su pija con suavidad y determinación, lamiendo y acariciando, saboreando cada pulso y cada estremecimiento.

Su lengua recorría la base y la punta, jugando con la dureza que la noche le había otorgado, mientras sus manos exploraban la firmeza de su abdomen. Raúl no podía pensar: solo sentía, perdido entre placer y temor.
—Siento… tu deseo —dijo ella, su aliento cálido acariciando su oído—. Cada movimiento tuyo, cada gemido… me pertenece.
Ella se subió sobre él, deslizando su concha humeda, sobre su dura pija, montándolo lentamente, sus caderas marcando un ritmo hipnótico. Raúl podía tocar sus tetas, sentir la firmeza de su piel bajo sus manos, mientras ella lo guiaba, frotándose contra su cuerpo con una intensidad que lo hizo perder toda resistencia. Cada vez rebotaba sobre el era un recordatorio de que estaba completamente bajo su dominio.

Luego se giró de espaldas, colocándose en cuatro frente a él. Su trasero elevado y la curva perfecta de su cuerpo lo atraían de manera irresistible. Raúl no podía contenerse, con con firmeza le metio la pija en el culo, cogiendola salvajemente, sus manos exploraban sus caderas, su espalda y sus nalgas mientras ella gemía, excitada y dominante, llevándolo a un límite que jamás había conocido.
—Te estoy poseyendo… y lo sabes —susurró, su voz cargada de poder—. Cada estremecimiento, cada pulso… es mío.

Ella lo cabalgaba con fuerza, alternando ritmos, moviéndose con una mezcla de lujuria y control absoluto. Su lengua recorría su torso, su pecho, luego su pija, provocando gemidos que se mezclaban con los suyos propios. Cada contacto era un acto de posesión, cada roce un recordatorio de que su cuerpo y su deseo no le pertenecían ya.
Volvió a montárlo una vez más, apretando su pija con su vagina y el clímax llegó como una explosión. Ella gimió con un sonido etéreo, casi sobrenatural, mientras Raúl sentía cómo su energía se drenaba, junto con su eyaculación, su fuerza disminuía, dejándolo marcado, transformado. Su mente entendió, finalmente, el peligro: la Dama no solo lo había poseído sexualmente, también lo había tocado con su poder, dejando una marca indeleble.

Ella se deslizó de él, dejando su pija húmeda y temblorosa. Lentamente, se vistió, sus movimientos tan sensuales como controlados, dejando claro que él había sido suyo por completo, aunque solo por esa noche.
—Feliz Halloween, Raúl —susurró mientras desaparecía entre la niebla—. Y recuerda… volveré por ti.
Raúl quedó solo, exhausto, con el cuerpo y la mente temblando, sabía que la Dama del Kilómetro 69 lo había marcado, y que la noche que lo había poseído nunca sería olvidada.

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