
Dahiana vivía en una casita sencilla, de ladrillo a la vista, en un barrio que no salía en los mapas turísticos. Era del tipo de mujeres que uno no olvida: morena, con curvas salvajes, una mirada que cortaba el aire y un carácter que podía encenderte con una sola frase.
No tenía lujos. No le interesaban. Tampoco tenía vergüenza.
En su pequeño cuarto, con un ventilador viejo colgando del techo y una cama desordenada, Dahiana se sacaba fotos desnuda cada vez que se sentía caliente… que era seguido. No por dinero. No por likes. Lo hacía por placer puro.
Le encantaba el ritual: ponerse frente al espejo, bajarse la tanga lentamente, levantar una pierna sobre la silla de plástico, abrirse los labios de la vagina con dos dedos y posar con una sonrisa sucia o sacando la lengua. Tenía una galería de imágenes suyas que solo compartía con quien se lo ganaba. Y a veces, con quien ni siquiera eso.
Una tarde, después de bañarse, se tumbó desnuda sobre la cama, el celular en la mano y los pezones duros por el aire que entraba por la ventana. Revisó sus chats y se detuvo en uno: Matías, el chico nuevo del almacén. Le había gustado desde el primer día. Tímido, flaco, pero con ojos que la desnudaban cada vez que le pedía cambio.
Le escribió sin rodeos:
"¿Querés ver algo que no vas a olvidar?"
Matías tardó en responder, pero cuando lo hizo, solo mandó un emoji de fuego.
Dahiana sonrió. Encendió la cámara frontal, abrió las piernas y se grabó unos segundos tocándose, con los dedos brillantes y la voz baja diciendo:

—Esto es solo el comienzo, papi.
Lo mandó. Enseguida, vio los puntitos escribiendo:
"Decime dónde estás. Voy ahora."
—Te quiero ver transpirar, Matías —le respondió.
Veinte minutos después, sonó la puerta. Ella abrió con una remera larga, sin nada debajo. Él entró nervioso, tragando saliva, pero no pudo apartar la vista de ella.
—¿Estás segura? —preguntó él.
—¿Parezco una chica que no sabe lo que quiere?
Lo tomó de la camiseta y lo empujó hasta su cama. Se sacó la remera de golpe, dejando ver su cuerpo desnudo: tetas redondas, piel brillante, pubis recortado con forma de corazón.
Matías apenas alcanzó a tocarla cuando ella se arrodilló frente a él, le bajó el pantalón y sacó su pija temblorosa.
—Mmm… no estás tan tímido acá abajo —se burló, antes de metérselo entero en la boca.
Lo chupaba con hambre, sin pausa, con gemidos sucios que vibraban en su garganta. Matías se agarraba del borde de la cama para no caerse.
—¡Dahiana… voy a explotar!
Ella se detuvo, lo empujó hacia atrás y se montó sobre él. Su concha estaba mojada. Se metió su pija hasta el fondo con un gemido profundo, lento, y empezó a cabalgarlo con la mirada fija en sus ojos.
—Esto no es un favor, Matías… esto es porque yo quiero sentirte… partirme por dentro.
Él la agarró de las caderas, la embestía desde abajo mientras ella rebotaba como una diabla, con el pelo suelto, los pechos saltando y la boca abierta.
—¡Dios, Dahiana… sos una bestia!
—¿Y pensabas que por ser de barrio me iba a portar bien? —le susurró al oído—. Soy pobre… pero soy fuego, y te voy a quemar por dentro.
Se vinieron juntos, con los cuerpos mojados, los gemidos mezclados con los ruidos del barrio: una cumbia de fondo, un perro ladrando, la vida real allá afuera… y ellos encerrados en un infierno de placer.
Cuando todo terminó, Dahiana le pasó un cigarro, desnuda, con la sábana apenas cubriéndole una pierna.
—Te aviso algo, Matías… no sos el primero que ve mis fotos, pero
, podés ser el único que me tenga en persona.
Él no respondió. Solo la miró… y supo que iba a volver. Muchas veces.

Pasaron unos días desde que Matías había probado el fuego de Dahiana. Seguía yendo al almacén, pero ahora la miraba distinto. Como quien ya conoce el sabor de algo adictivo… y no puede dejar de querer más.
Dahiana, en cambio, seguía igual: sensual, desvergonzada, desnuda por su casa como si no existiera el mundo. No contestaba los mensajes de Matías de inmediato. Le gustaba dejarlo con la duda. Le gustaba tener el control.
Esa tarde, el calor era insoportable. Ella se duchó con la puerta entreabierta, desnuda, sin apuro, dejando correr el agua por su piel canela. Después se tiró en la cama con un ventilador soplándole entre las piernas. Y ahí llegó el mensaje inesperado:
"Estoy afuera. ¿Puedo pasar?"
Era Gonzalo, su vecino de pasillo. Mayor, morocho, tatuado, siempre con la musculosa pegada al cuerpo por el sudor. La había mirado más de una vez con ganas. Dahiana sabía perfectamente lo que provocaba.
—Entrá —le respondió. Y dejó la puerta sin llave.
Gonzalo apareció a los cinco minutos. La vio en bombacha, con el pelo mojado y un vaso de hielo entre las tetas. No dijo una palabra. Cerró la puerta. Y se quedaron mirándose.
—¿No vas a saludar? —preguntó ella, con picardía.
—¿Seguro que querés que hable? —respondió él, bajándose el pantalón.
Su pija cayó dura, gruesa, hambrienta. Dahiana se lamió los labios.
—Mmmm... con eso sí se saluda.
Se arrodilló frente a él y empezó a chuparlo sin rodeos, con la boca abierta y los labios brillantes. Gonzalo le agarró la cabeza y marcó el ritmo, jadeando, hasta que ella se levantó y se quitó la tanga mojada.
—Acostate. Hoy quiero acabar como perra.
Gonzalo se tiró en la cama y ella lo montó de espaldas, guiándo su pija en la concha, apoyando las manos en sus rodillas mientras rebotaba encima, haciendo sonar su culo contra los muslos con un ritmo animal.
—¡Así, Dahiana! ¡Sos una diosa!
—Cállate y aguantá… no pares… ¡Sí!
Lo cabalgó con fuerza, se arqueó, se frotó el clítoris mientras lo miraba con locura en los ojos.
Estaba poseída por el deseo. Él la tomó de la cintura y la giró, poniéndola en cuatro, y le metió la pija con violencia. Cada embestida era más profunda, más sucia. Dahiana gritaba, mojada, abierta, salvaje.
—¡Rompeme, Gonza! ¡Así! ¡Eso!
No sabían que al fondo del pasillo, Matías los estaba mirando desde la ventana abierta, con el corazón latiendo con rabia y deseo. Había venido a verla. Había subido en silencio. La puerta estaba entornada. Y ahora, la veía gritar para otro.
Su Dahiana. Su fuego. Rebotando para otro hombre.
No dijo nada. No entró. Solo miró. Con la pija dura y la mandíbula apretada.
Adentro, Gonzalo acababa con un rugido, llenando a Dahiana mientras ella se corría al mismo tiempo, mordiendo la almohada, temblando como un animal satisfecho.
Después de unos segundos, él se fue, vistiéndose en silencio. Ella lo acompañó hasta la puerta en bombacha.
—¿Querés agua o querés volver mañana? —le dijo, con una sonrisa.
Matías ya no estaba. Pero el fuego que se encendió en él… no iba a apagarse fácil.

Pasaron dos días.
Matías no escribió. No bajó al barrio. No fue al almacén. Pero no podía dejar de pensar en lo que había visto: Dahiana, gritando de placer con otro hombre. Con ese tatuado de mierda. Gimiendo como una puta. Rebotando sobre otra pija.
El fuego le carcomía el pecho. Y los huevos.
No podía olvidarla.
Una noche, ya tarde, bajó del colectivo y fue directo a su casa. La puerta estaba entreabierta, como siempre. Golpeó fuerte.
Dahiana apareció en remera, con el pelo atado y la cara de quien no se arrepiente de nada.
—¿Matías? ¿Qué hacés acá?
—Vi todo, Dahiana. A vos y al otro. El tatuado. Te vi gritarle lo mismo que me gritabas a mí. ¿Eso soy para vos? ¿Otro más en tu lista?
Ella lo miró, tranquila. Se acercó y le agarró la cara con las dos manos.
—Lo siento, papi… soy una puta adicta a las pijas. Me calienta calentar. Pero si viniste, es porque querés más. Así que… haceme tuya otra vez. Y hacelo mejor que él.
La frase explotó como una bomba en la cabeza de Matías.
La empujó con fuerza contra la cama. Le sacó la remera y la tiró al piso. Ella se quedó completamente desnuda, sonriendo con esa cara de provocación eterna.
—Ahora vas a entender lo que es venganza.
La abrió de piernas y se lanzó de cabeza a su vagina. Le comió la concha con hambre, con bronca, con pasión salvaje. La lengua se movía como un látigo húmedo, la hacía gritar, retorcerse, mientras Matías le sujetaba las caderas y metía la lengua bien profundo.
—¡Dios, sí, Matías! ¡Así! ¡Haceme mierda!
Se subió sobre él, empapada, y montó su pija con fuerza. Cabalgaba como una amazona, con las tetas botando, jadeando. Y Matías no dejaba de besarle y apretarle las tetas, chupando, mordiéndole los pezones con la boca llena de sudor y deseo.
—¡Sos mía ahora, Dahiana! ¡Solo mía!
—¡Sí, papi, sí! ¡Cogeme así! ¡Haceme gritar para vos!
Pero no era suficiente.
La giró, la puso en cuatro, y escupió sobre su pija antes de bajarlo hacia su culo. Ella lo entendió todo.
—¿Ahí? ¿Querés ahí?
—Hoy te voy a tomar toda. Vas a saber lo que es un Matías ardido.
La penetró de un solo empujón, lento, pero profundo. Ella gritó, sorprendida, apretando la almohada, mientras él comenzaba a moverse con fuerza por atrás, cogiéndola por el culo , con una mezcla de furia, amor y locura.
—¡Sí, papi! ¡Así! ¡Rompeme! ¡Metémelo todo! ¡No pares!
Matías jadeaba, transpiraba, le agarraba las nalgas abiertas con fuerza. Ella se sacudía como una perra hambrienta de castigo. La habitación era puro sonido de carne, gemidos y cama golpeando la pared.
Hasta que él la sacó, le levantó la cara, y le dijo:
—Abrí la boca.
—¿Vas a llenarme ahí también?
—No. Te voy a pintar.
Le frotó la pija sobre las tetas, sobre los pezones mojados, y acabó con un gemido ronco, chorros calientes sobre su pecho moreno, mientras ella jadeaba, temblando.
—Eso, Matías… cogeme cada vez que quieras. Aunque sea una puta, sos el único que me deja sin piernas.
Él cayó a su lado, rendido. Ella se limpió con una sonrisa.
—¿Ahora sí me vas a seguir mirando desde la ventana? —le susurró.
Matías sonrió. Le acarició el pelo.
—Ahora sí voy a entrar antes de que empiece.

Era martes por la tarde. Dahiana, con una remera ajustada sin sostén y una calza pegada que no dejaba nada a la imaginación, subía las escaleras de la casa de Don Marcelo, un cincuentón, separado, con plata y buen gusto, que la contrataba dos veces por semana para limpiar y lavar ropa.
Ella barría escuchando música en su celu, moviendo las caderas con ritmo, mientras colgaba ropa interior en el patio, sin vergüenza de que el hombre la viera.
Marcelo la observaba desde el ventanal del escritorio, tragando saliva. Esa morena lo tenía loco desde el primer día.
Cuando terminó, ella entró a la cocina, y ahí estaba él: camisa abierta, vaso de whisky, mirada fija.
—Dahiana… vos no sabés el fuego que tenés. Si quisieras, te sacaría de este barrio. Te pondría en un departamento, ropa nueva, auto, lo que quieras.
Ella lo miró con media sonrisa, apoyada en la mesada.
—No haga promesas que no va a cumplir, don. Además, el dinero no me interesa, menos los lujos.
—¿Y qué te interesa?
—El placer. Lo que me hace temblar. ¿Ve? Yo me cojo a quien quiero, no a quien me paga.
Marcelo se quedó en silencio. La tensión era un hilo a punto de romperse.
Ella se acercó, le agarró el cinturón y lo aflojó con los ojos clavados en los suyos.
—Si me desea… no hable. Hágalo.
Él la agarró de la cintura y la llevó directo a su cuarto. Cerró con llave, la tiró contra la cama y le arrancó la calza de un tirón, dejando su tanga húmeda al descubierto.
—Dios mío… sos una locura.
—Entonces demuéstrelo, don. Haga que me olvide de todos los otros.
Marcelo se agachó y le besó los muslos, le bajó la tanga con la boca y se lanzó de cabeza a su concha. La lengua del hombre era experta. La hizo arquearse, gemir, agarrarse de las sábanas, mientras él la devoraba como si fuera su última cena.
—¡Sí, sí, ahí! ¡No pare! ¡Así, don!
Después se levantó y se sacó la ropa rápido. Tenía el cuerpo de alguien que se cuidaba. Su pija, gruesa, dura, se apoyó contra su entrada.
—¿Estás lista?
—Hace rato, papi.
La penetró con fuerza, empujando hasta el fondo. La tomó de las muñecas y comenzó a embestirla sin piedad.
Dahiana gritaba, retorciéndose, con las piernas al aire, el cuerpo abierto completamente para él.
—¡Eso! ¡Así se coge, viejo! ¡Más fuerte!
La puso en cuatro, le agarró del pelo, de las tetas y la siguió tomando desde atrás con violencia. Las nalgas de Dahiana temblaban con cada golpe, y su voz sucia llenaba la habitación.
—¡Me encanta su pija, don! ¡Más! ¡Dame todo!
Marcelo estaba desbordado. Nunca había estado con una mujer tan caliente, tan viva, tan salvaje.
Se corrió con un gruñido, acabando dentro de ella, mientras ella se tocaba y se venía segundos después, apretando su pija con espasmos intensos.
Ambos quedaron sudados, jadeando, con las sábanas deshechas.
Dahiana se sentó en la cama, buscó su tanga en el suelo y se la puso lentamente.
—¿Ve, don? No le pedí nada. Ni plata, ni regalos. Solo le pido una cosa…
—¿Cuál?
Ella lo miró con una sonrisa provocadora:
—Más aguante… para la próxima.
Y se fue caminando con el culo al aire, dejándolo ahí, desnudo, sonriendo como un hombre que acababa de tocar el cielo.

La noche estaba caliente.
Literal y figuradamente.
El patio del club de barrio estaba reventando. Cumbia, reguetón, tragos baratos, humo de asado, gente bailando pegado. Y en el centro de todo, como siempre… Dahiana.
Con un shortcito blanco que le trepaba el culo y una musculosa sin sostén, dejaba marcas en cada mirada.
Bailaba sola al principio. Después con dos chicas. Después con uno que la quiso agarrar de la cintura y terminó con las manos vacías. Ella se movía para calentar, no para regalarse.
—¡Dahiana, pará! Vas a matar a alguno —le gritó una amiga.
—Que se mueran felices, entonces —respondió ella, riendo, mientras se pegaba a la columna y bajaba hasta el piso, moviendo el culo como si tuviera música propia.
Los celulares apuntaban. Las miradas ardían.
Y ahí apareció él: Brian, otro vecino. Uno que nunca le había gustado. Demasiado insistente. Demasiado baboso.
Se acercó con una sonrisa y un trago.
—Te juro, mami… si me mandás esas fotos que le mandás a los otros, te pago. Lo que sea. Quiero verte… como Dios te trajo.
Dahiana lo miró de arriba abajo, con sorna. Dio un sorbo a su vaso y se acercó tanto que sus labios casi le rozaban la oreja.
—¿Querés mis fotos?
—Sí, mamita… lo que sea… decime cuánto.
Ella sonrió, le acarició el cuello… y le soltó:
— Si querés mis fotos desnuda, buscalas en Poringa
Brian se quedó helado. Ella lo empujó con una sonrisa maliciosa y volvió a la pista. El DJ tiró un tema más lento, más sucio. Dahiana se giró de espaldas y empezó a perrear sola, con las manos en las rodillas y el culo en el aire.
Matías estaba en la esquina, mirándola. Marcelo también había venido. Hasta el dueño del taller no le sacaba los ojos de encima. Todos los que la habían tenido… y los que no, pero fantaseaban.
Ella sabía lo que generaba.
Sabía que el poder lo tenía entre las piernas… y en la cabeza.
Se pegó a Matías por detrás, le bailó en la entrepierna, y le susurró:
—Estoy mojada… pero no pienso acabar hoy. A menos que me lo pidas muy bien.
Él la agarró de la cintura, duro.
—Te lo voy a pedir… pero en mi casa, con la puerta cerrada, y vos boca abajo.
Ella se giró, le chupó el dedo medio y le dijo:
—Entonces terminá el trago… porque en diez minutos te quiero adentro.
Y volvió a bailar, provocando a todos… pero dejándole claro a uno solo: hoy te toca a vos.
La fiesta había terminado, pero la noche recién empezaba.
Matías abrió la puerta de su casa sin soltarle la mano. Entraron rápido, como si el deseo los empujara. Ella llevaba el short a medio subir, sin bombacha, y los pezones marcándole la musculosa. Él no resistió más. Cerró la puerta de un portazo y la acorraló contra la pared.
—Dije que te quería adentro… ahora.
—Entonces sacámelo, papi —le susurró, mordiéndole el labio.
Matías se agachó, le bajó el short, y sin decir nada, se sacó la pija dura, Dahiana se arrodilló y se la metió en la boca, empezó a chuparlo con ganas, mirándolo desde abajo, con la boca abierta, dejando que la saliva le escurriera por el mentón.
—Así me gusta, mamita… tragátelo todo.
Ella lo lamía como si lo hubiera estado esperando toda la noche.
Después se levantó y se tiró en la cama, abriéndose de piernas. Matías se arrojó sobre ella y le comió la concha como un hambriento, metiendo lengua y dedos al mismo tiempo, haciéndola gritar de placer.
—¡Dios, Matías! ¡Me hacés explotar!
Pero él no paraba. Le chupaba el clítoris, le acariciaba las tetas, le metía dos dedos, la hacía temblar.
Y cuando estuvo bien empapada, le metió la pija de una, haciéndola rebotar encima suyo como una salvaje.
Dahiana cabalgaba con los tetas saltando, el sudor escurriendo por su piel, gimiendo como una diosa sucia:

—¡Más! ¡Dame más, papi! ¡Rompeme la concha!
Matías la besaba por todos lados, le apretaba las tetas, chupaba los pezones, le mordía el cuello. Después la dio vuelta, la puso en cuatro, y empezó a cogerla con fuerza, con las manos en sus caderas y las bolas chocando contra su culo mojado.
—¡Así, Dahiana! ¡Así me gusta cogerte, como una puta!
—¡Sí! ¡Metémelo todo! ¡No pares!
Cada embestida la sacudía. Ella jadeaba, se tocaba, empujaba hacia atrás con las piernas temblando.
Entonces Matías escupió su dedo, lo metió en su culo y lo abrió despacio.
—¿Querés más?
—¡Dámelo! ¡Cógeme por el culo también, sin miedo!
Y se lo metió completo en el culo, haciéndola gemir profundo.
La cogía con fuerza, con locura, sujetándole el pelo, apretando sus tetas, dandole nalgadas, hasta que no pudo más. Sacó su pija y se la frotó en los tetas.
—¡Sacá la lengua!
—¡Sí, papi, terminame encima!
Le acabó sobre las tetas y la cara, caliente, espeso, mientras ella se lo frotaba con una sonrisa sucia.
Quedaron tirados, exhaustos. Jadeando. El cuarto con olor a sexo y sudor.
Matías la miró, serio, aún con el corazón agitado.
—Dahiana… quedate conmigo. Viví acá. Sé mi mujer.
Ella se acomodó el pelo, buscó su cigarro en la mesa de luz y le dio una pitada.
—Ay, papi… vos cogés como los dioses, no te voy a mentir. Pero yo soy un alma libre.
Todavía me gusta gozar, sentir, explorar…
—¿Nunca vas a sentar cabeza?
Ella le sonrió con ternura y picardía.
—Tal vez más adelante… si seguís cogiendome así, como hoy, quizás te gane una oportunidad.
Matías suspiró. No era el final que quería… pero al menos la tenía una vez más entre sus brazos.
Y mientras ella se estiraba desnuda en su cama, con el cuerpo cubierto de sus fluidos y una sonrisa satisfecha, supo que Dahiana no era de nadie.
Era del deseo. Del momento. Y de ella misma.


😛Bonus..
Dahiana siendo detonada por Matías, video Real
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