
El padre de Martín había sido un hombre fuerte, de esos que imponen respeto con solo una mirada. Pero tras una caída y una operación, su salud se volvió frágil. Movimientos torpes, habla lenta, la mirada siempre perdida entre recuerdos.
Se llamaba Don Manuel, y tenía 69 años.
Cuando la familia propuso llevarlo a un asilo, fue Claudia, la joven esposa de Martín, quien se ofreció:
—No, yo lo cuido. Aquí, en casa. No es justo abandonarlo.
Tenía 28 años, cuerpo de diosa y corazón generoso. Morena, curvas llenas, una boca carnal. Lo hacía todo: lo alimentaba, lo bañaba, lo ayudaba a caminar. Día tras día.
Martín, su esposo, vivía atado al trabajo. No tenía tiempo para su padre… ni para ella.
Pero Don Manuel sí.
Desde su silla, la miraba en silencio. Observaba cómo se agachaba a recoger cosas, cómo se inclinaba a darle de comer, cómo el escote se le deslizaba mientras lo arropaba en la cama. Y algo dentro de él… comenzó a revivir.
Una noche, mientras Claudia lo bañaba, lo notó.
Ella estaba arrodillada, en camiseta blanca y sin sostén, frotándole las piernas con cuidado. Él cerraba los ojos, respiraba hondo.
—¿Está bien, don Manuel?
—Sí… es que… siento cosas. —dijo con voz grave.
Ella lo miró. Bajó la vista. Y lo vio.
Su pene… crecía. Lento, firme. Una erección fuerte, palpitante, tras meses de inactividad.
—Oh… —murmuró, sin moverse.
Don Manuel la miró con vergüenza, pero también con fuego.
—Lo siento, niña. No sé qué me pasa. Estoy viejo. No debería…
Claudia lo interrumpió. Su respiración se aceleró.
—Don Manuel… no tiene que disculparse. Eso… eso es un milagro, ¿no?
Él tragó saliva, sin poder apartar la mirada de sus pezones marcados por la tela húmeda. Entonces Claudia hizo algo inesperado: tomó la esponja, y en lugar de seguir con las piernas… subió.
—Déjeme ayudarlo. —dijo con voz suave.
Y lo acarició. Primero con la esponja. Luego, con su mano.
Don Manuel gimió, ahogado. Su pija respondía como la de un hombre joven. Dura. Viva.
Claudia se arrodilló frente a él. Lo miró como si admirara una estatua antigua y sagrada.
—Esto es vida… —susurró—. Y la vida hay que celebrarla.
Lo tomó con ambas manos. Comenzó a acariciarlo, suave, húmeda, mientras lo miraba a los ojos. Luego se inclinó y lo lamió. Solo la punta al principio. Él se estremeció. La lengua bajó lentamente por el tronco. Lo masturbó con la boca mientras gemía como una mujer hambrienta.
—Claudia… por Dios… —gimió él—. Eres mi nuera…
—Y usted es un hombre. Un hombre que volvió a sentir. No diga nada. Solo… disfrute.
Se lo tragó entero. Lo mamó como una experta. Su cabeza subía y bajaba, su boca húmeda y caliente lo recorría con devoción. Don Manuel sujetaba los brazos de la silla con fuerza. Nunca pensó volver a sentirse así. Vivo. Deseado. Hombre.
Cuando estuvo a punto de correrse, ella se detuvo.
—Espere. —susurró—. Quiero más.
Se puso de pie. Se subió sobre él, despacio, sin quitarse la camiseta. Se bajó la tanga, y lo rozó con su vulva húmeda, mojada de deseo.
—¿Ve? Usted me hizo esto. Me puso así. No voy a detenerme.
Se lo enterró en en su concha en un solo movimiento.
Ambos gimieron fuerte. Él se aferró su cintura. Ella comenzó a cabalgarlo con furia, con necesidad acumulada. Cada gemido era un pecado. Cada embestida, un escándalo.
El chirrido de la silla. El jadeo de ambos. El calor del baño. Su cuerpo rebotando sobre él.
—Joder, Claudia… —gruñó Don Manuel—. Me estás matando.
—Y resucitando… —respondió ella, mientras lo apretaba con su concha caliente.
Se corrieron al mismo tiempo. Gritaron. Temblaron. Él dentro de ella. Ella abrazada a su cuello, temblando como si hubiera roto todas las reglas.
Cuando terminó, lo besó en la mejilla.
—Desde hoy, no soy solo su nuera. Soy su medicina.
Y salió del baño, dejando al viejo león con el corazón latiendo como si tuviera 20 años otra vez.

El sol apenas comenzaba a asomar por la ventana cuando Martín terminó de vestirse para ir al trabajo.
—Mi amor, ¿le preparás el desayuno a papá? —preguntó mientras ajustaba su cinturón.
Claudia, ya en camiseta larga y sin sostén debajo, asintió con una sonrisa suave.
—Claro, amor. Como todos los días.
Martín se acercó, le dio un beso rápido en los labios. Luego fue hacia su padre, que estaba en el sofá viendo las noticias.
—Nos vemos, viejo. Portate bien. —le dijo, dándole un abrazo fuerte.
Don Manuel le devolvió el gesto con una sonrisa. No dijo nada, pero sus ojos se desviaron al cuerpo de su nuera. A sus piernas. A la curva de su trasero mientras caminaba hacia la cocina.
Martín salió. La puerta se cerró.
Silencio.
Claudia se puso a cortar verduras sobre la mesada. El cuchillo hacía su trabajo con ritmo lento, hipnótico. Su camiseta se pegaba a su cuerpo por el calor de la cocina, y su trasero se movía de lado a lado con cada pequeño giro de cadera.
Don Manuel se levantó. Ya caminaba sin bastón.
Se acercó sin decir una palabra.
Claudia lo sintió. Sintió su presencia, su respiración cerca… y no se movió. Lo esperaba.
Y entonces, la mano de él se deslizó por su nalga derecha. Firme. Caliente. Apretó con deseo contenido. Luego la otra. Ambas manos sujetaron sus nalgas como si fueran suyas desde siempre.
—Así es como quiero empezar el día… —susurró él con voz ronca, pegando su pelvis a su trasero.
—Entonces… ¿no quiere desayuno en la mesa? —bromeó ella, sin dejar de cortar.
—Quiero desayuno entre tus piernas, maldita sea.
Claudia dejó el cuchillo. Se giró y lo miró a los ojos. Él ya estaba duro. Se notaba bajo el pantalón suelto. Ella lo desnudó con la mirada.
—Entonces cómame —le dijo—. Aquí mismo.
Se quitó la tanga, se subió a la mesa y se abrió las piernas sin pudor. Su concha ya estaba húmeda, abierta, palpitante.
Don Manuel se arrodilló con un quejido de placer. Se metió entre sus muslos como un animal hambriento. La lamió con desesperación, con lengua caliente, con ritmo profundo.
—¡Mmm… joder… sí…! —gemía ella—. ¿Así come el león?
—Así se come a una reina —gruñó él.
Le metió dos dedos, la lamía mientras la penetraba. Claudia tiró todo de la mesa: verduras, cuchillo, platos. Ya no importaba. Solo el calor, el deseo, el escándalo húmedo entre sus piernas.
Cuando Claudia se vino, lo hizo gritando, apretándole la cabeza, con el cuerpo arqueado.
Pero no terminaron ahí.
Don Manuel se puso de pie, se bajó el pantalón. Su pija estaba firme, palpitante, lista para reclamarla.
—Dame eso, viejo. Dame lo que tu hijo no me da.
Y se lo enterró en la concha de golpe, en un solo movimiento. Claudia jadeó fuerte, aferrada a la mesa, mientras él la cogia sin piedad. De pie. Rápido. Brutal.
—Sos mía… —le decía entre embestidas—. Mía cada mañana. Cada noche. Aunque él duerma contigo.
—¡Sí! ¡Soy tuya! —gritaba ella, sintiendo cómo su concha era tomada una vez más por el hombre que no debía.
Se vinieron juntos, con rugidos sordos. Claudia temblando sobre la mesa. Don Manuel descargándose dentro de ella con fuerza.
Quedaron abrazados. Sudados. Respirando con dificultad.
Ella se limpió la boca y le sonrió.
—Bueno… ahora sí, a hacer el desayuno. Aunque creo que ya se sirvió su plato principal.
Él rió.
—Claudia… vas a matarme. Y no me importa. Me regresaste la virilidad.
Ella volvió a cortar las verduras. Esta vez, sin bombacha.

La tarde caía lenta. La casa estaba en silencio, cálida, perfumada por el jabón y el deseo que flotaba desde la mañana.
Claudia lavaba los platos en la cocina, aún con el calor de lo que había vivido. Recordaba la lengua de Don Manuel entre sus piernas, su pija llenándola mientras las verduras caían al suelo. Una sonrisa pícara se dibujó en su rostro.
A las cinco, como siempre, llegó el momento del baño.
Ella fue al baño, abrió la ducha, y lo llamó:
—Don Manuel… es hora.
Él llegó caminando, solo, con una bata ligera. Cuando la vio desnuda, esperándolo ya bajo el agua caliente, se detuvo.
—¿Así me vas a bañar hoy?
—Hoy quiero sentirlo todo. Tu piel. Tu fuerza. Tu… deseo.
Soltó la bata. Su cuerpo, aún fuerte para su edad, estaba erecto al instante.
Claudia lo tomó de la mano y lo metió bajo el agua.
El vapor subía. Las gotas recorrían sus cuerpos pegados. Ella tomó el jabón y comenzó a enjabonarlo despacio, sin apuro. Le lavó el pecho, los brazos, la espalda. Luego bajó, acariciando sus glúteos y finalmente su pija, que latía en su mano.
—Estás tan… vivo, Don Manuel.
—Decí “Manuel”, nena. Hoy no hay títulos. Hoy soy tu hombre.
Ella sonrió y se pegó a él. Sus tetas mojadas contra su torso. Le acarició la cara y lo besó en la boca. Largo. Profundo. Lleno de lengua y deseo.
—Entonces, Manuel… ahora me toca a mí.
Tomó su mano y la llevó entre sus piernas. Él la acarició suave, sintiendo su concha caliente, mojada no solo por el agua. Ella se frotaba contra él, gimiendo con la boca entreabierta.
—Quiero que me tomes. Pero esta vez… en tu cama.
Salieron mojados, envueltos en toallas que apenas les cubrían. Claudia lo empujó con una sonrisa hasta su habitación. Lo hizo sentarse en la cama.
Ella se quitó la toalla y se subió sobre él, desnuda, con gotas cayendo de su cabello a sus pechos.
Le tomó la pija con una mano, y se lo metió lentamente en la concha, mirándolo a los ojos.
—Así… —susurró—. Quiero cabalgarte. Quiero que me veas cómo me corro encima tuyo.
Y comenzó a moverse. Lento. Sensual. Sus caderas hacían círculos mientras su vagina lo devoraba palpitando. Él le tomaba los muslos, las tetas, el culo. No podía creer lo que vivía.
—Claudia… vas a hacer que me muera de placer…
—Entonces moríte adentro mío. Pero primero… mirame.
Lo montaba con fuerza ahora, sin piedad. Cada vez más rápido. Cada vez más profundo. Sus tetas rebotaban. Su boca gemía sin freno.
—Me estás haciendo adicta a vos, viejo demente… —decía entre jadeos—. Me hacés sentir más viva que tu hijo.
—Y vos me devolvés la vida… cada vez que te vengo adentro.
Se agarró de su cintura, la embistió desde abajo. Claudia gritó y se vino encima de él, temblando, mojándolo con su placer. Él se corrió segundos después, profundo, caliente, con un gemido que le sacudió el pecho.
Quedaron abrazados, sudados, respirando como si hubieran corrido una maratón.
—¿Estás bien, Manuel?
—Estoy en el cielo.
Ella se rió, y le dio un beso en el pecho.

La noche había caído sobre la casa como una sábana pesada. Afuera, el silencio era absoluto. Adentro, en la habitación de Don Manuel, Claudia yacía desnuda, recostada sobre su pecho.
Ambos respiraban lento. Sudaban aún el último orgasmo compartido. Ella le acariciaba el torso con la yema de los dedos, pensativa.
—¿En qué pensás? —preguntó él, acariciándole el cabello.
Claudia tardó en responder. Su voz salió suave, casi tímida.
—En lo que estamos haciendo… en lo que podría pasar si nos descubren.
Don Manuel soltó una risa ronca.
—Me importa una mierda. Valés cada riesgo.
—¿Y si… no quiero parar? —susurró ella—. ¿Y si esto me despierta cosas que nunca había sentido?
Se levantó sobre un codo y lo miró a los ojos.
—Manuel… quiero decirte algo.
—Decime lo que sea.
—Cuando te vi por primera vez, tan débil, tan necesitado… me despertó algo. No solo lástima. No solo cuidado. Deseo. Una necesidad de pertenecer. Pero no como esposa de tu hijo… sino como algo más.
—¿Más cómo? —preguntó él, con el corazón acelerado.
Claudia lo besó despacio, luego le susurró al oído:
—Quiero ser tu mujer. No tu amante secreta. Tu hembra. Tuya. Completamente. Quiero que me tomes frente a él, que sepa. Que le robaste lo que él no supo valorar.
Don Manuel abrió los ojos con sorpresa.
—¿Estás hablando en serio?
—Más que nunca. Quiero que me hagas tuya de verdad. Que me marques. Que me cojas con furia. Pero sobre todo… quiero que lo sepa. Que lo huela en mí. Que me mire y se dé cuenta de que ya no soy suya.
Él gruñó. Su pija volvió a endurecerse al instante.
—Sos una perra salvaje, Claudia…
—Y vos me volviste así.
Ella se subió sobre él sin aviso, tomó su pija con la mano y se lo metió en la concha de nuevo. Esta vez fue brutal desde el primer movimiento. Gritaba, lo cabalgaba con furia, como si quisiera dejarle cada huella en la piel.
—¡Hacelo fuerte, viejo! ¡Dame lo que mi marido no puede! ¡Quiero caminar chorreando tu leche!
Don Manuel la sujetó con fuerza, la embistió desde abajo. Estaban salvajes. Como dos cuerpos que se odiaban y se amaban al mismo tiempo.
—Mía. Mía, ¿entendés? —gruñía él.
—¡Tuya! ¡Tuya! ¡Tu perra! —gritaba ella.
Se vino gritando, retorciéndose. Él se corrió segundos después, adentro, profundo, descargando todo lo que sentía.
Claudia cayó sobre él, jadeando, con lágrimas en los ojos. Lágrimas de deseo, de liberación, de fuego.
—Ahora ya lo sabés —dijo—. Ese es mi deseo.
Él solo la besó en la frente.

Don Manuel yacía recostado junto a Claudia, después del último encuentro. Su cuerpo vibraba aún por el placer, pero algo en su mirada había cambiado. Había una sombra distinta en sus ojos. Un peso.
—Claudia… —murmuró él—. No sé si podamos seguir así.
Ella lo miró, sorprendida.
—¿Qué decís?
Él se sentó en la cama. El sudor bajaba por su espalda, pero su rostro se endurecía.
—Estoy haciendo algo horrible. A mi propio hijo. Lo estoy traicionando… y vos también. Esto no está bien, por más caliente que nos pongamos. Martín no se lo merece.
—¿Ahora te agarra la culpa? —preguntó ella, aún desnuda, con los senos subiendo y bajando por la respiración.
—Sí, Claudia. Porque además… ¿qué pensás que va a pasar después? ¿Vas a dejarlo y venirte conmigo? ¿Dónde viviríamos? ¿Con qué plata? Apenas cobro una pensión miserable, y eso se me va en remedios. Lo único que me queda… es esto que me das. Esta pija que me devolviste. Pero eso también se va a apagar con el tiempo.
Claudia bajó la mirada. Se vistió en silencio, aún mojada entre las piernas.
—Tenés razón.
Él la miró con sorpresa.
—¿No vas a discutir?
—No. Porque lo que decís… es cierto. Esto no es amor. Es deseo. Crudo. Salvaje. Animal. Vos me tocaste algo que ni yo sabía que tenía dormido. Pero no me voy a hacer ilusiones.
Se le acercó y se sentó a su lado. Le acarició la cara con ternura.
—Yo te deseo, Manuel. No te amo. Me calienta lo prohibido, me excita tu olor a macho maduro, tu forma de mirarme, de gemir cuando me vengo encima tuyo. Pero no voy a dejar a Martín por vos… ni vos vas a empezar una vida nueva por mí. Lo nuestro es esto. Fuego. Y cuando se apague, se apaga.
Don Manuel la miró con una mezcla de admiración y tristeza.
—Sos más sabia de lo que pareces.
—Y vos más cobarde de lo que pensaba.
Él rió. Una risa amarga. Ella se levantó, fue hasta la puerta, y antes de salir, se detuvo.
—¿Querés apagar el fuego ahora… o dejar que siga ardiendo un poco más?
Él no respondió con palabras. Solo se acomodó en la cama y abrió las sábanas, dejando ver su cuerpo desnudo, su erección desafiante.
Claudia sonrió.
—Eso pensé.
Se desnudó otra vez. Caminó hacia él sin apuro. Se subió a la cama, lo montó de nuevo, y empezó a moverse despacio, con la experiencia de quien sabe que el placer es pasajero, y por eso hay que exprimirlo hasta el último gemido.

La noche cayó con una tormenta suave. Claudia cerró la puerta del cuarto de Don Manuel.
—Estas listo, viejo… —susurró con una sonrisa mientras se desnudaba frente a él.
Don Manuel, tumbado en la cama, la miraba como si fuese la diosa pagana de su juventud. Esa mujer que una vez había sido de su hijo… y que ahora cabalgaba sobre él como una yegua en celo.
—Te voy a partir… —dijo él entre gemidos.
—No te duermes sin darme leche—contestó Claudia, bajando su concha lentamente sobre su pija, haciéndolo gemir de placer.
El polvo fue salvaje, desesperado, violento y hermoso. Claudia le dio todo. Lo exprimió como si fuese la última gota de vida. Lo cabalgó sin freno, lo besó en la boca, en el pecho, en la frente. Lo hizo gritar, llorar, rogar, hasta que su cuerpo tembló con un último y largo gemido.
—¡Ahhh… Claud… ia…! —fue lo último que dijo antes de venirse, profundo y tembloroso.

Ella se quedó un rato sobre él, sudada, jadeando.
—Te amé en esta cama… —murmuró, bajando la cabeza—. A mi manera. Te amé con deseo.
Él ya no respondía. Parecía dormido. Tenía una sonrisa dibujada en los labios.
Claudia se recostó a su lado, cerró los ojos… y durmió.
A la mañana, algo no estaba bien.
El cuerpo de Don Manuel estaba frío. Demasiado quieto. Claudia se levantó de golpe, lo llamó por su nombre… pero no hubo respuesta.
Sabía que se había ido.

Lloró en silencio. No gritó. No hizo teatro. Solo le cerró los ojos y le acomodó el cuerpo. Le puso una sábana blanca encima, besó su frente y se vistió con calma.
Horas después, Martín llegó.
—¿Qué pasó? —preguntó al verla seria.
—Papá no despertó esta mañana —dijo Claudia, sin temblarle la voz—. Se fue… dormido.
Martín corrió a la habitación, lo vio allí, tranquilo, sereno, con una sonrisa en el rostro.
—Se nota que murió feliz —dijo el hijo, con los ojos llenos de lágrimas—. Gracias, Claudia. Gracias por cuidarlo como lo hiciste.
Ella lo miró un segundo. Sonrió apenas.
—Sí… disfrutó sus últimos días. Mucho más de lo que imaginás.
Se abrazaron. Y Claudia supo que ese secreto, ese fuego, moriría con él… pero ardería para siempre dentro de ella.

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