
MartÃn era un hombre de ciudad, con dinero suficiente para vivir cómodo en una casa amplia en las afueras de Asunción. No le gustaba ensuciarse las manos con tareas domésticas, asà que habÃa contratado a una muchacha para que se encargara de todo.
Se llamaba RocÃo. Morena, de curvas generosas, con ese acento paraguayo dulce y pegajoso que sonaba a tentación. Usaba siempre un uniforme sencillo: blusa blanca ajustada y una falda corta que, cada vez que se agachaba, dejaba ver más piel de la que MartÃn podÃa soportar.

Al principio, se limitaba a observarla. Cómo lavaba los platos con los brazos brillando de agua, cómo se inclinaba para barrer bajo los muebles, cómo el sudor perlaba su cuello en las horas de calor. Pero poco a poco, la tensión se volvió insoportable.
Una tarde, mientras RocÃo fregaba el suelo de la cocina, MartÃn se acercó en silencio. Ella, inclinada, movÃa el trapo con energÃa, y la falda se le habÃa subido hasta la mitad de los muslos.
—Trabajás demasiado, RocÃo… —murmuró él, con voz grave.
Ella se giró apenas, sorprendida, con un rubor en las mejillas.
—Y si no trabajo, señor… ¿quién me va a pagar? —respondió, bajando la mirada, aunque sus labios dibujaban una sonrisa tÃmida.
MartÃn no resistió. Se inclinó sobre ella, tomó su cintura y la pegó contra su cuerpo. RocÃo soltó un pequeño gemido, más de sorpresa que de rechazo, pero no se apartó.
—Yo te pago… con otra cosa —susurró él, bajándole lentamente la blusa, dejando escapar sus tetas firmes.
RocÃo gimió bajito cuando sus labios encontraron sus pezones, duros y ansiosos. La respiración se volvió jadeante, sus manos aún húmedas se aferraron al cuello de MartÃn.
—Señor… —murmuró ella, pero su tono era más de rendición que de protesta.
MartÃn la levantó en brazos y la sentó sobre la mesa de la cocina. Con un movimiento brusco, apartó la falda y descubrió que debajo llevaba solo una diminuta tanga de encaje. Empapada.
—Estás riquisima, RocÃo. —dijo él, tocándola con firmeza.

Ella mordió su labio inferior y lo miró directo a los ojos.
—Es culpa de usted… siempre me mira como si quisiera comerme.
MartÃn no esperó más. Le bajó la tanga y le penetró la concha de golpe, haciéndola gritar de placer. La mesa crujió bajo el vaivén de sus cuerpos. RocÃo lo rodeó con las piernas, clavando las uñas en su espalda, gimiendo cada vez más fuerte.

El sonido de la piel chocando se mezclaba con los jadeos, el olor a sudor y jabón, la cocina convertida en un escenario de lujuria. MartÃn la tomaba con fuerza, entrando más y más profundo, mientras ella suplicaba entre gemidos.
—¡Más, señor… más! —clamaba, con la voz rota de placer.
El orgasmo llegó como un terremoto. RocÃo se arqueó, convulsionando, apretando con fuerza alrededor de él. MartÃn la sostuvo, y con un gruñido ronco se dejó ir dentro de ella, descargando toda su tensión.
Cuando el silencio volvió a la cocina, RocÃo lo miró, aún jadeante, con una sonrisa traviesa.
—Señor… creo que me va a tener que pagar seguido asÃ…
MartÃn sonrió, sabiendo que esa doméstica paraguaya serÃa, desde entonces, su mayor tentación.

MartÃn estaba en la habitación principal, esperando con paciencia… y con la erección dura como piedra. Cuando escuchó los pasos de RocÃo acercándose con la pila de ropa planchada, la sonrisa traviesa se dibujó en su rostro.
—Acercame la ropa, RocÃo —dijo con voz grave, fingiendo inocencia.
Ella obedeció, caminando despacio, sin sospechar lo que le esperaba. Pero cuando entró en la habitación, se encontró con MartÃn completamente desnudo, la mano acariciando su pija, mirándola con ojos llenos de deseo.
—Mirá lo que te espera… —murmuró, mientras ella se sonrojaba y tragaba saliva.
Sin pensarlo, RocÃo se acercó y lo tomó con ambas manos. MartÃn la guió con suavidad hacia él, y pronto su boca estaba sobre él, chupando con hambre y maestrÃa, haciendo que la excitación de ambos subiera como fuego. El gemido ronco de MartÃn llenaba la habitación mientras ella lo mamaba con intensidad, moviendo la lengua y jugando con la punta con picardÃa.
—AsÃ… asÃ… —jadeó él, apretándole la cabeza, disfrutando de cada movimiento de su lengua.
Cuando no pudo más, MartÃn la levantó, desnudo, y la subió a la cama. La colocó sobre el colchón y comenzó a montarla con fuerza, penetrándo su concha sin pausa mientras ella arqueaba la espalda, las manos aferradas a su pecho y los gemidos inundando la habitación.
RocÃo lo miraba, ardiente, deseosa, y de pronto cambió el ritmo: se giró sobre él y comenzó a montarlo, tomando el control, haciendo que él perdiera el aliento. Los cuerpos se movÃan juntos, el placer explotando en oleadas.

El clÃmax llegó como una tormenta: ambos jadeaban, estremeciéndose, gimiendo sin control. MartÃn creyó que nada podrÃa superar esa intensidad… hasta que RocÃo salió de golpe de la cama, todavÃa sudada y con el cabello despeinado, y con una sonrisa traviesa le dijo:
—¡Se me olvidó la comida encendida!
MartÃn la miró, boquiabierto, mezclando frustración y diversión mientras ella se escapaba hacia la cocina, dejándolo respirando con dificultad, aún temblando del placer reciente.
—Esta doméstica es imposible… —murmuró, mientras una sonrisa de complicidad se dibujaba en su rostro, anticipando que aún quedaban muchas más sorpresas por vivir.
MartÃn todavÃa estaba temblando por el clÃmax anterior. La erección no cedÃa, y su deseo por RocÃo ardÃa más que nunca. No podÃa dejarlo asÃ, inconcluso.
—No puedo esperar más —murmuró para sà mismo, y salió tras ella hacia la cocina.
Al entrar, la encontró desnuda, con el cabello suelto, revolviendo la comida en una olla. El aroma del guiso se mezclaba con el calor que emanaba su cuerpo, haciendo que la excitación de MartÃn explotara por completo.
—Patrón, por suerte no se quemó —dijo RocÃo, girándose y mostrando su sonrisa traviesa, sin percibir del todo la urgencia que él sentÃa.
MartÃn la miró, la respiración agitada, y respondió con voz ronca:
—El quemado por la calentura… soy yo.
Sin más, la apoyó sobre la mesa, con un brazo fuerte sosteniéndola por la cintura, y con la otra mano le dio unas nalgadas firmes que hicieron que ella gimiera, arqueando la espalda.
—Mmm… eso me gusta, patrón —jadeó RocÃo, con los ojos brillantes de lujuria.
MartÃn no perdió tiempo. Le metió la pija en el culo con firmeza, sintiendo cómo ella se tensaba y gritaba suavemente, mezclando placer y sorpresa. RocÃo apoyó las manos sobre la mesada, hundiéndose aún más en el placer que él le proporcionaba, mientras su cuerpo se arqueaba con cada embestida.
—AsÃ… sÃ… asà me gusta —murmuró él, entre jadeos, sintiendo cómo el calor subÃa hasta la cabeza—. No te muevas… déjame acabar lo que quedó pendiente.
El vaivén fue salvaje, húmedo y profundo. La cocina se llenó de sonidos de piel, jadeos y susurros excitantes. MartÃn no dejaba de cogerla, alternando ritmo y fuerza.
El clÃmax los atrapó a ambos, brutal y despiadado. RocÃo tembló, apretándolo con fuerza mientras él descargaba dentro de ella, sintiendo cada estremecimiento como si fuera el primero de la mañana.
Cuando terminaron, RocÃo lo miró con una sonrisa traviesa y se dejó caer sobre él, sudada, jadeante, acariciando su pecho.
—Patrón… parece que cocinaré más seguido asà —dijo con picardÃa—.
MartÃn sonrió, agotado pero feliz, sabiendo que esa doméstica paraguaya nunca dejarÃa de sorprenderlo.

Era un dÃa caluroso y MartÃn decidió darse una ducha para refrescarse. Entró al baño, abrió el agua y, al sentir el vapor, se dio cuenta de que habÃa olvidado la toalla en la habitación.
—¡RocÃo! —gritó, mientras el agua corrÃa sobre su cuerpo—. ¡Me olvidé de la toalla, pasamela!
RocÃo, que repasaba la sala y escuchó el llamado, caminó hacia el baño con paso tranquilo. Llevaba puesta su blusa ligera y una faldita, pero algo en la urgencia de MartÃn la hizo sonreÃr maliciosamente.
—AquÃ, patrón —dijo, acercándole la toalla.
MartÃn la recibió, pero antes de que pudiera secarse, sintió cómo RocÃo se desnudaba por completo frente a él. La mujer, con una sonrisa traviesa, se metió bajo el chorro de agua, abrazándolo y presionando su cuerpo contra el suyo.
—No podÃa dejarte solo, patrón… —susurró, con la voz cargada de deseo.
El contacto inmediato lo hizo jadear. Sus cuerpos se frotaban, húmedos, deslizándose entre el vapor y el agua. RocÃo se apoyó contra la pared mientras él la tomaba de la cintura, besándola con hambre y fuerza.
—RocÃo… —gruñó MartÃn, mientras sus manos recorrÃan su espalda y sus tetas—. ¡Estás imposible!
Ella respondió arqueando la espalda, empujándose contra él, dejando que sus pezones duros rozaran su pecho. MartÃn la giró lentamente y la penetró contra la pared de la ducha, sintiendo cómo se tensaba y gimoteaba de placer.
—AsÃ… sÃ… asà me gusta —jadeó RocÃo, sujetándolo con fuerza mientras lo montaba y lo guiaba con movimientos lentos pero profundos.
El agua corrÃa sobre sus cuerpos, mezclándose con sus jadeos y el sonido de la piel contra la piel. MartÃn la abrazaba firme, embistiéndola con fuerza, mientras ella lo guiaba, alternando ritmo y profundidad, haciendo que ambos perdieran el control.
Cuando el clÃmax los atrapó, se abrazaron bajo la corriente de agua, respirando agitadamente, con el corazón latiendo. RocÃo lo miró con ojos brillantes y traviesos:
—No te olvides, patrón… siempre puedo aparecer en los momentos más inesperados.
MartÃn rió entre jadeos, sabiendo que con esa paraguaya, cualquier instante podÃa convertirse en fuego.

Era una tarde tranquila, MartÃn paseaba por el patio cuando vio algo que lo hizo detenerse en seco. RocÃo estaba junto al portón, conversando con un hombre. Él le alcanzaba un billete y la besaba en la mejilla, con familiaridad.
El corazón de MartÃn se tensó. Un nudo de celos le apretó el estómago. El hombre arrancó en su moto y se perdió en el horizonte. MartÃn respiró hondo y entró en la casa, buscando respuestas.
—RocÃo… ¿quién era ese? —preguntó, con voz grave y mezcla de furia y deseo.
Ella lo miró con tranquilidad, sin apartar la vista.
—Mi pareja —dijo con seguridad.
—Si tenÃas pareja… ¿por qué estabas cogiendo conmigo? —gruñó él, con la erección pulsando y la lujuria mezclada con celos.
RocÃo lo miró desafiante, mordiendo su labio inferior:
—Porque me gusta el sexo… y me gusta usted, su pija.
MartÃn no pudo resistir más. Con una mezcla de furia y deseo, la desnudó sin contemplaciones, llevándola al sofá. RocÃo lo siguió con los ojos brillantes, jadeando, ansiosa.
—AsÃ… —dijo él, mientras la hacÃa cabalgar su pija —. Asà me gusta.

Ella lo tomó entre sus piernas, moviéndose con fuerza, disfrutando de cada embestida, gimiendo con placer mientras él alternaba el ritmo y la profundidad.
—Ahora… —murmuró él, inclinándose hacia atrás—. Te voy a coger por el culo.
RocÃo arqueó la espalda, apretándolo con fuerza, jadeando con un placer casi doloroso.
—¿Cuál te pija te gusta más? —preguntó él, entre embestidas, la mezcla de lujuria y celos pintada en su rostro.
Ella, con los ojos brillantes y la respiración entrecortada, respondió sin dudar:
—Su pija patrón… ¡el de usted!

MartÃn rugió y la tomó con violencia deliciosa, alternando ritmo, profundidad y presión. RocÃo gimió, aferrándose al sofá, entregada por completo. Finalmente, MartÃn terminó sobre sus tetas , dejándola temblando y jadeante, mientras él la abrazaba, mezclando deseo, furia y satisfacción en un solo momento intenso.
RocÃo lo miró con esa sonrisa traviesa y desafiante que él ya conocÃa:
—Patrón… nunca va a poder dejarme ir.
MartÃn la abrazó, respirando agitado, consciente de que con esa paraguaya , cada momento podÃa desatar un infierno de placer y lujuria.

Después de aquel encuentro furioso en el sofá, MartÃn comenzó a tratar a RocÃo con una frialdad inusual. La miraba de lejos, la tocaba menos, y aunque su deseo ardÃa por dentro, no era capaz de ocultar la tormenta que lo carcomÃa.
RocÃo, perspicaz como siempre, lo notó enseguida. Una tarde, mientras él tomaba un whisky en la sala, se acercó lentamente, con esa mezcla de dulzura y atrevimiento que la caracterizaba.
—¿Pasa algo, patrón? —preguntó, acariciándole el hombro.
MartÃn la miró con el ceño fruncido y la voz grave.
—SÃ, pasa… Estoy loco por vos, RocÃo. No soporto verte con otro. Te deseo solo para mÃ. Quiero que dejes a tu pareja… y que seas mÃa.
RocÃo lo observó en silencio unos segundos. Luego suspiró profundamente, como si estuviera soltando un peso, y una sonrisa pÃcara apareció en su rostro.
—Si eso es lo que el patrón manda… —susurró.
Y sin titubear, comenzó a desnudarse frente a él. Primero la blusa, dejando sus tetas firmes al descubierto. Luego la falda, revelando su piel morena y ese cuerpo que tanto lo enloquecÃa. Finalmente, completamente desnuda, se acercó a él, se sentó en sus piernas y le susurró al oÃdo:
—Soy toda suya.
MartÃn la abrazó con fuerza, besándola con desesperación, como un hombre que por fin toma posesión de lo que cree suyo. Sus manos recorrieron cada rincón de su cuerpo, y pronto penetró su concha allà mismo, en el sillón, con la intensidad de un amante posesivo.
RocÃo gemÃa fuerte, arqueando la espalda, montándo su pija con lujuria desbordada. El sofá crujÃa bajo el vaivén salvaje de sus cuerpos, mientras MartÃn murmuraba entre jadeos:
—MÃa… solo mÃa.
Ella lo abrazó con fuerza, entregándose por completo, sus labios junto a su oÃdo, jadeando con el cuerpo tembloroso:
—SÃ, patrón… solo suya.
El clÃmax los atrapó juntos, intenso, definitivo, como una marca invisible que los unÃa más allá de la lujuria. Cuando todo terminó, RocÃo quedó recostada sobre su pecho, sudada y satisfecha, acariciándole con ternura.
MartÃn, aún con el corazón acelerado, sabÃa que ese pacto sellado con sexo y celos lo habÃa cambiado todo: RocÃo ya no era solo su doméstica… ahora era suya en cuerpo y alma.

Pasaron unos dÃas, y RocÃo apareció en la puerta de la casa con una maleta en la mano y una sonrisa cómplice. HabÃa dejado atrás a su pareja, y ahora venÃa dispuesta a entregarse por completo a la nueva vida que habÃa elegido.
MartÃn la miró con deseo y ternura mezclados, acercándose para recibirla.
—Bienvenida a tu nueva casa, RocÃo —le dijo, tomándole la maleta y dejándola a un lado—. Pero ya no tenés que llamarme patrón. Decime MartÃn… o mejor aún, mi amor.
Ella lo miró con picardÃa, y con voz suave respondió:
—Bueno, amor… ¿y qué querés que hagamos ahora?
MartÃn sonrió, con los ojos brillando de lujuria, y la tomó de la cintura.
—Darte la bienvenida como se debe.
La besó con hambre, con esa urgencia que venÃa acumulando, y mientras lo hacÃa la fue desnudando lentamente. Primero la blusa, dejando sus tetas al aire, firmes y deseosos de su boca. MartÃn las besó con pasión, chupando sus pezones hasta hacerla gemir.

Luego, bajó la tanga despacio, disfrutando de cada segundo, hasta que se detuvo sorprendido.
Encima de su conchita, el vello estaba recortado con una forma clara: una M.
—¿Esto es… por m� —preguntó, con una sonrisa incrédula.
—Pues claro, amor —respondió RocÃo, mordiéndose el labio.
MartÃn no pudo resistir. Se inclinó y comenzó a besarla allÃ, lamiendo y devorando con avidez, haciendo que ella se retorciera de placer, gimiendo con fuerza mientras se agarraba de su cabello.
Cuando ya no pudo más, RocÃo lo empujó suavemente hacia el sillón, lo hizo recostarse y le bajó el pantalón y tomó su pija con la boca, mamándoselo con maestrÃa, chupando y jugando con su lengua hasta hacerlo gemir de puro placer.
MartÃn, al borde de estallar, la levantó le metió la pija en la concha y la hizo cabalgarlo con fuerza, mientras le chupaba y apretaba las tetas. RocÃo se movÃa sobre él como una diosa, gimiendo, perdiéndose en el vaivén salvaje, hasta que él, con la respiración entrecortada, la giró y la penetró por el culo, haciéndola gritar de placer y someterse aún más a su deseo.
—Ahora sos mÃa… toda mÃa —jadeó él, embistiéndola con fuerza.
—SÃ, amor… ¡soy tuya! —respondió ella, temblando de placer, entregándose por completo.
El clÃmax llegó arrollador, haciendo que ambos se estremecieran, convulsionando juntos hasta caer exhaustos.
Al final, RocÃo se recostó sobre su pecho, abrazados, sudados y sonrientes, sellando el pacto que ya no tenÃa vuelta atrás.
—Te amo, MartÃn —susurró ella, acariciándole el rostro.
Él la besó en la frente, apretándola contra su cuerpo.
—Y yo a vos, RocÃo. Esto apenas comienza.

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