
Siempre supe que algo en mí era diferente. Mientras mis amigos fantaseaban con chicas de su edad, yo no podía quitarme de la cabeza a Verónica, la mejor amiga de mi madre.
Tenía 43 años, pero era la mujer más sensual que había visto en mi vida. Alta, morena, con curvas generosas, un cuerpo que desafiaba la lógica y unos labios carnosos que parecían pedir ser mordidos. Siempre usaba vestidos ceñidos, escotes pronunciados, perfumes dulces… Sabía perfectamente lo que causaba y lo disfrutaba. Cada vez que venía a casa, yo me encerraba en mi cuarto a calmarme, imaginando cosas que no me atrevería a decir en voz alta. Hasta ahora.
Era sábado a la noche. Mamá se había ido a un casamiento con papá. Verónica vino a buscar una blusa que le había prestado. Yo estaba solo.
—¿Estás solo, mi amor? —preguntó entrando con ese tono dulzón, arrastrado—. ¡Mmm! Qué peligro.
—Sí… mis padres fueron a una boda —respondí tratando de sonar natural, pero me temblaba todo.
Llevaba una blusa blanca con transparencias y una falda entallada color vino. No usaba sostén. Sus pezones se marcaban sin pudor. La tela apenas cubría sus curvas.
—¿Y tú qué haces un sábado solo? —preguntó mientras buscaba la blusa en el sillón.
—Esperaba que vinieras tú —le solté. No sé de dónde saqué el valor.
Ella giró lentamente, con una sonrisa traviesa.
—¿Ah, sí? ¿Para qué me esperabas?
—Para decirte algo que tengo guardado hace meses —me acerqué. Mi voz temblaba, pero no me detuve—. Me gustas, Verónica. Me gustas tanto que me cuesta respirar cuando te veo. Me vuelvo loco cuando te vas y dejo de oler tu perfume. Me la paso pensando en ti, en tu cuerpo, en todo lo que haría si me dieras una oportunidad…
Se hizo el silencio. Yo sentí que me hundía. Pero entonces ella se acercó un paso, con los ojos clavados en los míos.
—¿Tú sabes lo que estás diciendo, nene? —me susurró con una sonrisa ladina—. Podría ser tu madre.
—No me importa —dije—. Me tienes obsesionado. No puedo dejar de pensar en ti. Quiero tocarte… quiero probarte.
Ella suspiró. Su pecho subía y bajaba. Me miró durante unos segundos eternos… y luego caminó hacia la puerta. Por un instante sentí que se iba a ir.
Pero cerró la puerta con seguro.
—Eres un chico atrevido… —dijo mientras se acercaba—. Pero sabes lo que quieres. ¿Estás seguro de que puedes con una mujer como yo?
—Quiero intentarlo.
Verónica me tomó de la nuca y me besó de golpe. Su lengua invadió mi boca como si hubiera esperado esto tanto como yo. Sus manos bajaron a mi cintura y me apretó contra su cuerpo. Mi erección chocó con su vientre, y ella sonrió contra mi boca.
—Mmm… parece que estás más que listo.
Yo no podía más. La tomé por la cintura y la empujé suavemente contra la pared. Mis manos bajaron a su trasero enorme, firme, perfecto. La levanté apenas y ella enredó una pierna en mi cadera.
—Bésame el cuello —ordenó, jadeando—. Dame mordidas. Hazme sentir joven otra vez…
Mi boca bajó a su cuello, a sus clavículas, mientras mis manos subían por debajo de la blusa y encontraba sus pechos desnudos, grandes, pesados, con los pezones duros.
Ella gemía bajo mis caricias.
—¿Vas a hacerme tuya, nene? ¿Vas a demostrarme que vales la pena?
—No quiero que seas de nadie más.
—Entonces cógeme como si fuera tuya… ahora.
No podía creer lo que estaba pasando. Verónica, la mujer que me quitaba el sueño, la fantasía prohibida de mis noches solitarias, estaba en mi sala, jadeando contra la pared, con mis manos apretando sus nalgas mientras me devoraba la boca.
La tomé de la cintura y la llevé hasta el sofá. En el camino, sus manos bajaron a mi pantalón y lo desabrochó con una urgencia animal. Mi erección saltó libre, dura, palpitante.
—Mmm… dios santo —murmuró al ver mi pija—. Qué rico estás, mi amor. No me imaginé que escondías esto aquí abajo…
Se arrodilló frente a mí. Yo temblaba. La milf de mis fantasías, de rodillas, con la lengua mojándose los labios.
—Voy a saborearte como una mujer hambrienta —dijo—. Porque lo estoy…
Y sin esperar más, se lo metió en la boca. Gemí tan fuerte que sentí que iba a estallar solo con eso. Verónica lo lamía desde la base, lo succionaba con fuerza, me miraba a los ojos mientras lo hacía. Su lengua era cálida, húmeda, envolvente. Lo sacaba y lo golpeaba suavemente contra su lengua, lo acariciaba con los labios y volvía a tragárselo hasta la garganta.
—¡Verónica… por favor… me vas a matar! —jadeé, con los puños cerrados, tratando de no correrme.
—Quiero que lo aguantes. Quiero sentir cómo me llenas toda.
Me levantó del sofá y, sin quitarse la falda, se dio la vuelta y se apoyó en el respaldo.
—¿Estás listo, nene? —me retó, levantando la falda y mostrándome ese culo redondo, perfecto, con una diminuta tanga negra que empapaba su centro.
Le bajé la tanga de un tirón. Estaba mojada, tan mojada que mis dedos se deslizaron con facilidad por entre sus labios vaginales.
—Mmm… así me gusta. Tócame más. Mételos… —ordenó, arqueando la espalda.
Le metí dos dedos, después tres, mientras ella gemía y se empujaba hacia atrás, hambrienta, caliente como una bestia. Ya no podía aguantar más. Le apunté mi pija en su concha y entré de una sola embestida. Gritó.
—¡Sí! ¡Así! ¡Dámelo todo!
La agarré fuerte de la cintura y empecé a moverme, con fuerza, con ritmo. Su cuerpo temblaba con cada embestida, sus gemidos se mezclaban con los míos. Era como si el mundo entero se hubiera detenido en ese instante. El golpe húmedo de nuestros cuerpos llenaba la sala.
—¡Cógeme más fuerte, bebé! ¡Hazlo como un hombre, no como un chico!
Apreté los dientes y obedecí. La penetré con toda la intensidad que tenía guardada desde meses. Me incliné y le agarre las tetas por debajo, apretándolas, pellizcándole los pezones mientras la seguía empujando con mis bolas golpeando sus nalgas.
—¡Te voy a llenar, Verónica! —gruñí, sintiendo que venía el orgasmo.
—¡Sí, mi amor! ¡Lléname toda! ¡Quiero sentir tu leche caliente adentro!
Y exploté. Me corrí con un gemido profundo, mientras seguía bombeando dentro de ella. Verónica también se vino, temblando, gimiendo, apretando mis manos mientras se derretía contra el respaldo del sillón.
Quedamos jadeando, sudados, con el cuerpo pegado y el alma alterada. Me recosté sobre su espalda, besándole el cuello.
—Esto no puede quedar acá —le dije, aún dentro de ella—. Quiero más. Quiero todo de ti.

Ella sonrió, satisfecha.
Era como una droga. Una adicción caliente, prohibida, brutal. Verónica ya no era solo una fantasía. Era un vicio que me carcomía. Me cogía el cerebro, el cuerpo, el alma.
Ese día entró sin tocar. Mamá cocinaba abajo, con la radio encendida. Música suave, olor a vainilla, todo tranquilo. Hasta que ella apareció.
Verónica vestía un puto vestido negro ajustado al cuerpo, sin ropa interior. Lo supe apenas cruzó las piernas frente a mí: nada la cubría. Los pezones marcados. El contorno de su concha dibujado como un pecado perfecto. Me miró como si supiera exactamente lo que iba a pasar.
—Estoy mojada desde el auto —me susurró al oído—. Si no me cogés ya… grito.
Mamá ni levantó la vista.
—¡Hola, Vero! El molde está en el estante del pasillo, subí nomás.
Y Verónica subió. Lenta. Meneando ese culo redondo, firme, brillante de deseo. Yo no pensé. Subí tras ella. La puerta de mi pieza estaba entreabierta.
Empujé. Ahí estaba. De espaldas. Vestido levantado. Culo desnudo. Piernas separadas. concha Chorreando.
—O me cogés ya o bajo y te arruino la vida —dijo sin mirarme.
Cerré. Me bajé los pantalones. Mi pija salió dura, cargada, a punto de estallar. Ella se inclinó, se abrió las nalgas y me mostró todo. La carne rosada, mojada, latiendo.
Me acerqué. Le escupí encima. La apunté. Y se la metí de un solo golpe.
Verónica se mordió el antebrazo para no gritar. Estaba tan mojada que entré hasta el fondo, de golpe, con un ruido sordo y sucio.
Empecé a moverme con furia. Golpes secos. Profundos. Violentos. Mi pelvis chocando contra su culo. Mi pija reventándole la concha.
—¡Más! ¡Más fuerte, carajo! ¡Rompeme toda! —jadeó—. ¡Cógeme como si no me fueras a ver nunca más!
Le agarré el pelo con una mano, la cintura con la otra. La usé. Como ella quería. Como yo necesitaba. Como un animal.
El cuarto se llenó de gemidos contenidos, del golpeteo húmedo de nuestros cuerpos. Sus piernas temblaban.
—¡Me vengo! —gritó entre dientes—. ¡Me vengo, nene! ¡No pares, no pares!
Yo sentía que iba a explotar. Le agarré las tetas por debajo, duras, sudadas. Le mordí el cuello mientras seguía empujando sin freno.
—¡Te voy a llenar, puta hermosa! ¡Te voy a dejar goteando mi leche toda la tarde!
—¡Sí! ¡Adentro! ¡Rellename! ¡No pares! ¡Rompeme mientras te venís!
Y me corrí.
Una descarga brutal, caliente, violenta. Le llené el fondo. Bombeé hasta la última gota. Ella tembló conmigo. Se corrió también, mojándose entera, apretándose contra mí, gimiendo mi nombre como una desesperada.

Quedamos jadeando, pegados, sudando, mientras la música seguía sonando abajo. La casa tranquila. Y mi madre sin saber que su mejor amiga acababa de empaparse con la leche de su hijo.
Verónica se limpió con una remera del piso. Se acomodó el vestido y me besó como si me odiara de tanto desearme.
—Esto no va a parar —me dijo—. No hasta que te vacíe todos los días.
Bajó con el molde en la mano. Yo, temblando, la seguí minutos después.
Mamá me miró sin sospechar.
—¿Estás bien, hijo?
—Sí, fui al baño. Me dolía la cabeza —mentí.
Verónica se sentó, se cruzó de piernas y me sonrió. Y yo solo pensaba en lo que acabábamos de hacer.
Y en todo lo que todavía no hicimos.
No sé cómo aguanté toda la mañana.
Desde que Verónica me mandó ese mensaje, no pensaba en otra cosa. “¿Podés venir esta tarde? Me traen unos muebles… y me gustaría que me ayudes. Pero también quiero que me la metas hasta gritar”.
Lo leí cinco veces. Me pajeé dos.
A las tres en punto estaba frente a su casa. Tocando timbre con la pija casi marcando la bermuda. Me abrió con una sonrisa peligrosa.
—¿Viniste dispuesto a ensuciarte? —me dijo, y no hablaba de muebles.
Vestía un shortcito gris de algodón, pegado al culo, sin bombacha. Una musculosa blanca y suelta, sin nada debajo. Los pezones marcaban como dagas. Su olor me llenó la nariz al entrar. Piel caliente. Deseo puro.
—Los muebles pueden esperar —dijo, cerrando la puerta con llave.
Se me tiró encima.
Me besó como si me fuera a devorar. Me empujó contra la pared del pasillo. Bajó mi short hasta las rodillas. Me agarró la pija con las dos manos y se arrodilló como una puta hambrienta.
—No sabés lo que soñé con esto —susurró antes de tragársela.
Se la metió hasta el fondo sin avisar. Me ahogué del placer. Su garganta me apretó hasta el final. Me la chupaba con furia, con asco, con las manos llenándome los huevos. Babas, gemidos, ruido sucio. Sacaba la lengua, me la paseaba por todo el tronco, la escupía, me la volvía a meter entera.
—¡Vas a hacer que me venga! —le dije, jadeando, sosteniéndome de la pared.
Ella se levantó de golpe, con la boca brillante.
—No todavía. Primero te rompo yo.
Me llevó al cuarto. Se sacó la ropa sin hablar. Quedó completamente desnuda. Cuerpo de infarto. Tetas llenas, culo carnoso, la concha mojada, goteando. Se subió a la cama y se sentó encima de mí.
—¡Dámela! —. ¡Quiero que me rompas la concha!
Me agarro la pija y se la metió ella misma, apretando fuerte, jadeando al sentir cómo la invadía entera. Y empezó a cabalgarme como una salvaje. Brincaba sobre mi pija con todo el peso de su cuerpo. Se agarraba las tetas, me arañaba el pecho, me decía cosas sucias al oído:
—¡Tu leche es mía! ¡Quiero que me la tires adentro mientras te chupo los huevos! ¡Cogeme más fuerte!
Me puse de pie con ella encima. La apoyé contra la pared y seguí dándole duro a su concha. Le abrí el culo con una mano, le metí los dedos en la boca con la otra. Estaba fuera de mí. Ella también. Cogíamos como animales, como si el mundo fuera a terminar.
—¡Metémela por atrás! —gimió—. ¡Ya! ¡Rompeme el culo! ¡No aguanto más!
La tiré sobre la cama. Le escupí el culo, lo abrí con las manos. Presioné con la punta de la pija. Estaba tan caliente, tan dilatada, que la cabeza entró fácil. Ella mordió una almohada, pero no dijo que pare. Solo empujó para que le diera todo.
Y se la metí. Completa. Despacio al principio. Luego sin piedad.
El grito lo ahogó en la sábana.
—¡Sí! ¡Sí! ¡Me estás partiendo el culo, bebé! ¡Seguí! ¡Rompeme!

La cogí por atrás con furia. Mis huevos chocaban contra su concha. Su culo me apretaba como un guante caliente. Me corrí como una bestia. Le llené el fondo, gruñendo como un perro en celo. Ella se vino también, gritando, mojando las sábanas, temblando entera.
Quedamos destrozados, jadeando. Ella me abrazó, con la cara sudada pegada a mi pecho.
—Hoy no sos el hijo de mi amiga —me susurró—. Hoy sos mi macho. Y no te me vas.

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