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80📑El Indulto: Prueba de Comportamiento

80📑El Indulto: Prueba de Comportamiento

En una penitenciaría de máxima seguridad, ubicada en las afueras de la ciudad, se preparaba una evaluación especial. La jueza Magdalena Santibáñez, conocida por su porte imponente, labios rojos perfectamente delineados y curvas que desafiaban los límites de su toga, había sido asignada a un programa experimental para reducir la sobrepoblación carcelaria. Se trataba de elegir a un solo recluso con buen comportamiento para otorgarle un indulto especial, una libertad anticipada bajo “supervisión directa”.

Pero Magdalena tenía sus propios métodos. A sus 44 años, con una autoridad que brotaba de cada palabra y un deseo largamente contenido, había decidido poner en práctica una prueba… diferente. Estaba cansada de informes y papeleos. Esta vez quería sentir de verdad si alguno merecía regresar a la sociedad.

La sala estaba preparada. Una habitación blanca, con una larga alfombra roja, luces bajas y una silla de cuero negro al fondo, donde ella se sentó cruzando las piernas, vestida con una falda ajustada, blusa blanca apenas abotonada y su clásica toga negra abierta al frente. Nada de cámaras. Nada de testigos.

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Entraron cinco reclusos seleccionados por su buen comportamiento. Todos fuertes, tatuados, y con una mirada mezcla de respeto, deseo y nerviosismo. Se les ordenó formar una fila frente a la jueza.

—Muy bien, caballeros —dijo Magdalena, acariciando el borde de su copa de agua.—. Hoy uno de ustedes obtendrá su libertad. Pero no por lo que diga un informe. Yo voy a decidir. Y para eso tengo dos requisitos.

Silencio absoluto.

—El primero… —se puso de pie y comenzó a caminar frente a ellos, lenta, felina—. Es tener la “vara” más impresionante. Grande. Larga. Dura. Una que me convenza de que puede… penetrar las dificultades de la vida —dijo, mirando directo al primero de la fila—Empiecen a bajarse los pantalones.

El primer recluso, un moreno musculoso llamado Esteban, obedeció sin dudar. Su pija salió libre, gruesa y venosa, todavía medio erecta. Magdalena se acercó, se agachó sin perder elegancia, la tomó en su mano y murmuró:

—Hmm… Buen comienzo. Siguiente.

Uno a uno, los reclusos fueron mostrando sus atributos. Algunos más largos, otros más gruesos. Pero cuando llegó al cuarto —un dominicano de mirada oscura llamado Raúl—, la jueza se detuvo. Su pija era sencillamente monstruosa: más de veinte centímetros de carne palpitante, aún sin estar completamente dura.

Magdalena sonrió.

—Parece que tenemos un favorito preliminar… —dijo, acariciando el tronco con ambos manos, sintiendo cómo se endurecía por completo.

Se sentó de nuevo y cruzó las piernas.

—Segundo requisito: desempeño. Necesito saber si son capaces de complacer, de darlo todo... Si podrán adaptarse a la vida fuera… o dentro de una mujer.

Se quitó lentamente los tacones, abrió aún más su blusa dejando al aire sus tetas turgentes sin sostén, y señaló la silla frente a ella.

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—De a uno. Y sin piedad. Empieza tú, Esteban.

El moreno no dudó. Se arrodilló, le abrió las piernas y comenzó a devorarle la concha con hambre salvaje. Su lengua trabajaba con precisión y deseo, provocando gemidos que llenaban la sala. Magdalena se retorcía, pero quería más. Esteban se levantó y la penetró de una estocada, haciéndola gemir fuerte, sin miedo.

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—¡Sí… así! ¡Más duro! —gritó, arañándole la espalda.

Cuando terminó, jadeando y con el semen chorreando entre sus muslos, apenas le dio tiempo para limpiarse. El segundo ya estaba listo.

Uno tras otro, la tomaron. Algunos con pasión, otros con furia. Ella los juzgaba con cada gemido, con cada orgasmo. Pero fue Raúl quien la volvió loca. Al entrar en ella, la llenó como nadie antes. La hizo gritar como nunca, sosteniéndola del cuello, apretandole las tetas y mordiéndole los pezones, bombeando su concha con fuerza inhumana.

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—¡Dios mío… tú… tú vas a romperme! —gritaba entre espasmos, mientras él no dejaba de embestir.

La hizo venirse tres veces. Cuando terminó, la jueza estaba tirada en la silla, desnuda, con las piernas abiertas y el cuerpo brillando de sudor y deseo.

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Tomó un respiro, se arregló el cabello, y con una sonrisa maliciosa, dijo:

—Indulto concedido… para Raúl. Pero no saldrás completamente libre. Desde ahora, estarás bajo mi custodia personal.

Él sonrió. Y mientras se acercaba para volver a tomarla, Magdalena supo que ese hombre no solo volvería a la sociedad… sino a su cama.


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Raúl llegó a la casa de la jueza Magdalena con una mochila al hombro y una sonrisa arrogante. Vestía jeans ajustados, camiseta sin mangas, y el mismo rastro de lujuria que había dejado en la sala de evaluación.

La jueza lo esperaba en bata de seda negra, tacones finos, y copa en mano. Al abrir la puerta, lo miró de arriba abajo.

—Bienvenido a tu nuevo hogar. Aquí verás si eres realmente capaz de reintegrarte a la sociedad… comenzando por mi cuerpo.

Raúl entró sin decir palabra. Cerró la puerta, dejó la mochila, y sin esperar órdenes, se arrodilló frente a ella, levantó su bata, y la comenzó suavemente a lamerle la concha. Su lengua recorrió los labios húmedos de Magdalena como si estuviera bebiendo elixir prohibido.

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—Mmmm… así… así me gusta empezar el día —susurró ella, apoyando la espalda contra la pared, sujetando su cabeza con fuerza.

Raúl no se detenía. Su lengua se hundía, giraba, lamía, succionaba. La jueza temblaba, gemía sin disimulo, y en menos de cinco minutos ya se retorcía en espasmos, corriéndose en su boca.

—Buen oficio el de... catador de juezas —rió ella jadeando—. Pero aún hay más pruebas.

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Lo llevó al dormitorio, lo desnudó, su pija salto dura, goteando, ella le lamió la punta y se lo chupó con devoción, dejándolo más duro y brillante, le pidió que se acueste en la cama y guio su pija en su concha mojada y se sentó sobre él, cabalgándolo con furia, gimiendo con cada embestida. Su cuerpo maduro pero firme rebotaba contra el suyo, con los pezones duros como piedras.

—Tienes que saber aguantar... ¿O vas a correrte como un niño? —lo desafiaba entre gemidos, mientras se movía como una salvaje en celo.


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Raúl la sujetó de la cintura y la giró de pronto, poniéndola de espaldas y tomándola de nuevo, esta vez con más fuerza, más profundidad.

Pero Magdalena no había terminado con él.

Lo empujó de nuevo sobre la cama, se arrodilló encima, le lamió el pecho, el abdomen, los muslos… hasta que su lengua encontró otra parte.

—Si vas a vivir aquí, tendrás que aprender a dar y a recibir, cariño…

Sin avisar, escupió y comenzó a chuparle el culo con maestría, mientras le masturbaba lentamente la pija ya empapada. Raúl jadeaba, medio temblando, entregado.

—Y ahora… es tu turno, negro.

Magdalena se colocó en cuatro, separó las nalgas y mostró culo, apretado, húmedo, rosado y provocador.

—A ver si sabes usar bien esa herramienta.

Raúl escupió, la acomodó, y lentamente fue introduciendo su pija enorme en el culo de la jueza. Ella gritó, primero de dolor, luego de puro placer. No era la primera vez que lo hacía, pero nunca con un hombre así de grande.

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La tomó con fuerza, como un animal, embistiéndola sin piedad mientras ella se aferraba a las sábanas, gritando con cada estocada.

—¡Sí! ¡Dámelo! ¡Rómpeme ese culo, preso de mierda! ¡Hazme tuya!

Él cumplió. Se vino adentro de ella con un rugido profundo, sintiendo cómo la jueza también se corría por tercera vez, convulsionando.

Cayeron juntos sobre la cama, sudados, jadeando, satisfechos.

Minutos después, Magdalena se puso de pie, se sirvió otra copa y lo miró con una sonrisa triunfante.

—Bueno, ya probamos que sirves como masajista, catador, semental, y consolador anal. Mañana evaluaremos tus habilidades con las esposas y el uniforme de oficial.

Raúl se acomodó en la cama, sonriendo.

—Si todas las rehabilitaciones fueran así, este país estaría lleno de buenos ciudadanos.

Ella bebió un sorbo y murmuró:

—Con uno como tú… ya tengo suficiente.


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