Los suburbios estaban tranquilos a las nueve de la mañana. El sol brillaba sobre los autos largos y brillantes aparcados en las entradas, los jardines perfectamente podados, y las persianas a medio cerrar de casas donde los maridos ya habían salido a trabajar. En la radio de la furgoneta sonaba una canción de Donna Summer, y el rugido suave del motor se apagó frente al número 34 de la calle Willow.
Ramón, "el Lechero", bajó del vehículo con su uniforme blanco impecable, la gorra ladeada y la camisa abierta hasta el tercer botón, dejando ver su pecho bronceado y musculoso. Era alto, con brazos de cargador y sonrisa de galán latino. En el barrio corrían rumores sobre él, todos comenzaban con un susurro y terminaban con una carcajada ahogada entre amigas aburridas, solas, húmedas.
Tocó la puerta. Tres golpes suaves. Nadie respondió, pero ya sabía lo que eso significaba. Bajó al porche trasero y empujó la puerta de la cocina. Estaba abierta.
—Pasa, Ramón… —dijo una voz desde el comedor, entrecortada, como recién despertada.
Era Diana, la esposa del Sr. Miller. Tenía unos treinta y pocos, curvas generosas y una bata de satén rosa que apenas cubría sus caderas. Iba sin sostén, y sus pezones marcaban con descaro la delgada tela.
Ramón sonrió mientras dejaba los dos envases de vidrio sobre la encimera. Pero no se fue.
—¿Me vas a ofrecer café esta vez, o directamente leche? —bromeó con voz grave.
Diana se acercó caminando despacio, descalza, con las uñas rojas y los muslos vibrando bajo la bata. Lo miró sin decir palabra, se detuvo a centímetros de él. Le tomó la mano, y la llevó directamente a su pecho. El pezón se endureció al instante bajo sus dedos rústicos, acostumbrados al trabajo físico.
—Hoy quiero crema —susurró, y abrió su bata sin pudor, dejando ver sus tetas grandes y naturales, la piel brillante y tibia.

Ramón no esperó más. La alzó en sus brazos como si fuera una pluma, la llevó sobre la mesa del comedor y la acostó de espaldas. Ella se rió con una risita nerviosa, mordiéndose los labios mientras él le abría las piernas y se arrodillaba entre ellas.
—Mmm… estás más mojada que la botella que dejé afuera —murmuró él antes de comenzar a lamerle la concha con la lengua ancha, lenta, profesional.
Diana gemía cada vez más alto, su mano en el pelo de él, apretándolo contra su vagina. Él la devoró como si llevara días sin probar algo tan delicioso. Le metía dos dedos mientras le lamía el clítoris sin pausa. Diana convulsionaba, gimiendo, gritando su nombre.
—¡Ramóóóón...! ¡Dios... me corro!
Él la sostuvo mientras temblaba, sin dejar de chuparla hasta que terminó, jadeante, con el cuerpo completamente relajado. Entonces se levantó, se bajó los pantalones de trabajo y liberó su pija gruesa y dura como un bate de béisbol.
—Ahora te toca a ti repartir leche, mami.
Ella se sentó en la mesa, abrió la boca y comenzó a chuparlo con hambre, con entusiasmo, como si lo hubiera estado esperando toda la semana. Lo miraba desde abajo, mientras su lengua jugaba con la punta y sus labios se deslizaban por toda la longitud del lechero. Ramón gemía, acariciándole el pelo rubio, empujando suavemente su cabeza.
Cuando no aguantó más, la tumbó de nuevo, y se la metió en la concha de una sola embestida, lenta pero profunda.
—¡Uuhh! —gritó ella—. ¡Llena esta ama de casa como se debe!

Ramón comenzó a moverse como una máquina: largos, poderosos, cada golpe haciendo temblar la mesa. Ella lo envolvía con las piernas, lo arañaba en la espalda, se dejaba hacer. Era salvaje, era sucio, era perfecto.
Finalmente, él gruñó y apretó los dientes.
—¡Te la voy a dejar toda adentro, chiquita!
—¡Sí, sí, leche para tu putita! —gimió ella mientras se corría de nuevo.
Ramón se vino adentro de ella, fuerte, caliente, llenándola como había prometido. Se quedaron así unos segundos, jadeando, sudados, uno sobre el otro.
Luego se levantó, se abotonó la camisa con una sonrisa y volvió a colocarse la gorra.
—Nos vemos el jueves, preciosa —dijo mientras recogía las botellas vacías.
Diana, aún desnuda sobre la mesa, le guiñó un ojo.
—Asegúrate de traer extra.
Ramón llegó al número 42 con el mismo ritual: frenó suavemente su furgoneta blanca, bajó con la hielera de botellas y saludó con un gesto a un par de jardineros que pasaban por la acera. Era miércoles, y los miércoles tocaba entregar leche a las hermanas Bloom.
Vivían juntas desde que sus maridos las habían dejado, o eso decía el barrio. Rubias, voluptuosas y casi idénticas, Debbie y Brenda tenían el tipo de cuerpos que hacían girar cabezas en la piscina municipal. Siempre con shorts diminutos, bronceadas, y con una mirada que podía derretir cualquier moral.
La puerta se abrió antes de que tocara.
—Hola, Ramón… —dijo Debbie, en una bata azul que apenas cubría sus nalgas—. Se te hizo tarde, ¿eh?
—Espero que no se me enfríen las botellas —contestó él, cruzando el umbral con una sonrisa maliciosa.
Brenda apareció desde el sofá, en bragas blancas de algodón y una camiseta sin sujetador. Se estiró como un felino y lo miró directo al bulto bajo su pantalón.
—¿Trajiste leche entera, cariño? Porque la desnatada no me sirve para nada…
Él dejó la hielera sobre la alfombra y se quedó de pie, mirándolas a ambas. Debbie se acercó y le quitó la gorra. Brenda se arrodilló lentamente frente a él y le bajó el cierre.
—Aquí viene el desayuno… —murmuró, sacándole la pija, que ya estaba dura como una piedra.
Debbie lo besó mientras Brenda comenzaba a chuparle la punta, lentamente, con una lengua cálida y ansiosa. Ramón cerró los ojos. Una en su boca, otra en su pene. Era el sueño húmedo de cualquier hombre de los años setenta.
—Quiero que me la pongas entre las tetas —dijo Debbie bajándose la bata—. Me muero por una lluvia tibia.
Ramón se dejó llevar. Brenda se echó en el sillón con las piernas abiertas y él le metió la pija de un golpe, mojada como estaba. Debbie se subió sobre su espalda, abrazándolo por detrás, mordiéndole el cuello, masturbándose al compás de sus embestidas.
—¡Dame duro! —gemía Brenda—. ¡Hazme chorrear leche como tú!
El sonido de piel contra piel llenaba la sala, mezclado con jadeos, gemidos y risas.
Ramón las cogía como si el mundo se acabara. Cambiaban de posiciones, de bocas a culos, de rodillas al suelo, hasta que finalmente las puso a ambas sobre la alfombra, una al lado de la otra, abiertas y calientes, esperando su descarga.
—¿Quieren leche para compartir?
—¡Sí! —gritaron juntas.
Y Ramón las bañó con un chorro largo y espeso que cayó sobre sus tetas, sus vientres, sus caras sonrientes.
Brenda lo lamía desde el cuello hasta los huevos. Debbie se untaba la leche entre las tetas.
—El mejor proveedor del barrio… —susurró.
Ramón se rió mientras se vestía de nuevo.
—El servicio está incluido con la suscripción —dijo, guiñándoles un ojo antes de cerrar la puerta.
Desde la ventana, otra mujer miraba todo con una mano en el borde de su bata… y la otra entre las piernas.
La próxima clienta ya estaba esperando.
A las diez en punto, Ramón frenó su furgoneta frente a la casa número 18: la más sobria del vecindario, con el césped perfecto y las ventanas cerradas siempre. Allí vivía la señora Wallace, una mujer alta, delgada, de unos 40 años, con el pelo recogido y la voz siempre baja.
Era la esposa del pastor del pueblo.
Nunca mostraba escote, siempre vestía recatada. Pero algo en su mirada, en esa forma en que lo observaba por encima de las gafas, lo había intrigado desde el primer día. Había algo encerrado en ella… y Ramón tenía las llaves para liberar a cualquier mujer.
Golpeó la puerta. Dos segundos. Tres. Se abrió con lentitud.
—Buenos días, señorita… —dijo él.
—Hola, Ramón… —respondió la señora Wallace con un leve rubor—. Pase, por favor. La cocina está al fondo.
Lo guió en silencio, con pasos suaves. Iba vestida con una falda larga y una blusa blanca cerrada hasta el cuello, pero sin sostén. Se le notaban los pezones al trasluz de la ventana. Él lo notó. Ella también.
—¿Cuánta leche quiere esta semana? —preguntó él, mientras colocaba las botellas sobre la encimera.
Ella se giró, con las manos entrelazadas.

—No lo sé… estoy... confundida —dijo en voz baja—. Mi esposo... últimamente está muy ocupado en la iglesia. Yo... me siento vacía.
Ramón se acercó. No dijo nada. Le levantó el mentón con dos dedos.
—¿Vacía… o hambrienta?
Ella tragó saliva. Bajó la mirada. Y luego, como si algo se rompiera dentro de ella, lo abrazó con fuerza. Se apretó contra su pecho, temblando. Él deslizó la mano por su espalda, y con un solo movimiento, le desabrochó los botones de la blusa.
Sus tetas cayeron libres, suaves, altos, apenas tocados por los años. Él se inclinó y le lamió una, con la lengua lenta, envolvente. Ella suspiró, se mordió los labios, sus ojos brillaban.
—Dios mío... —susurró ella.
—Dios no está mirando —le dijo Ramón, bajándole la falda lentamente, hasta dejarla en bragas de algodón, empapadas.
La subió a la mesa de la cocina. Ella abrió las piernas sin pedirlo, cerrando los ojos, entregándose por completo.
Ramón la besó la concha, profundamente. Ella se arqueaba con cada lamida, con cada embestida de lengua.
—¡Oh... Ramón! —gritaba—. ¡No sabía que esto se podía sentir así!

Cuando se vino, lloró. Lloró de placer, de liberación, de años contenidos.
Él no se detuvo. Se desnudó sin apuro, le metió la pija despacio, muy despacio, haciéndola sentir cada centímetro. Ella lo envolvió con sus piernas y lo abrazó como si fuera la salvación.
—Lléname… por dentro y por fuera —gimió—. Hazme tuya, aunque sea solo hoy.
Ramón la cogio con ternura y rabia. La hizo acabar dos veces más antes de llenarla por dentro con su leche caliente, espesa, liberadora.
Cuando terminaron, la señora Wallace no podía moverse. Sonreía como si acabara de ver el cielo.
—¿Viene usted todos los miércoles?
—Ahora… vengo todos los días que usted necesite.
Ella cerró la puerta despacio. Afuera, el sol brillaba. Pero por dentro, algo nuevo ardía.

Viernes por la mañana. Ramón estacionó frente a la casa de los Somers como siempre. Tocó la puerta esperando ver a la señora, pero quien abrió fue Valeria, la hija mayor.
Unos veinte años, piel canela, cuerpo firme, mirada directa. Llevaba un short corto y una camiseta ligera sin sostén, que dejaba claro que ya no era una niña. Y lo sabía.
—Mi mamá salió —dijo con una sonrisa ladeada—. Me dejó encargada de recibirte.
—¿Encargada de la leche?

—Sí… aunque me dijeron que la que tú traes es especial. ¿Puedo probarla?
Ramón arqueó una ceja.
—Depende… ¿cuánta quieres?
—La que me merezca.
Valeria dio un paso al frente. El ambiente se volvió espeso, denso de tensión. Ramón cerró la puerta sin dejar de mirarla. Ella se acercó y lo besó primero: suave, pero decidida.
—Siempre te veo venir por el vecindario —susurró—. Y siempre me pregunté cómo sabría tu “producto estrella”.
Él la alzó con fuerza y la sentó sobre la mesada. Le bajó el short, revelando una humedad evidente. Valeria lo rodeó con las piernas.
—Hazme tu clienta fija, Ramón…
Lo que vino después fue un frenesí: cuerpos entrelazados sobre el mármol de la cocina, ella cabalgándo su pija, con gemidos contenidos por si algún vecino curioso pasaba. La furgoneta blanca esperando afuera, mientras dentro el le bombeaba la concha y derramaba otra leche… más caliente, más salvaje.

Cuando terminaron, Valeria se acomodó el pelo y lo acompañó a la puerta, desnuda pero sin vergüenza.
—Vuelve cuando quieras. Puedo recibirte sola… o con mamá.
Ramón le guiñó el ojo y se marchó, dejando atrás una casa con las ventanas empañadas y una nueva clienta sonriente.

Moraleja para adultos
En los años setenta y ochenta, muchos hombres salían de casa temprano, creyendo que todo estaba en orden. Pero no contaban con él:
El Lechero. Repartía más que botellas. Dejaba algo más…
caliente. espeso. inolvidable.
Así que, señores…
Si nacieron entre la decada de los 70 y/o 80, si su mamá siempre tenía una sonrisa extra los viernes,
si usted nunca se pareció mucho a su “padre”…
Tal vez, solo tal vez… usted también sea hijo del Lechero.😈
Ramón, "el Lechero", bajó del vehículo con su uniforme blanco impecable, la gorra ladeada y la camisa abierta hasta el tercer botón, dejando ver su pecho bronceado y musculoso. Era alto, con brazos de cargador y sonrisa de galán latino. En el barrio corrían rumores sobre él, todos comenzaban con un susurro y terminaban con una carcajada ahogada entre amigas aburridas, solas, húmedas.
Tocó la puerta. Tres golpes suaves. Nadie respondió, pero ya sabía lo que eso significaba. Bajó al porche trasero y empujó la puerta de la cocina. Estaba abierta.
—Pasa, Ramón… —dijo una voz desde el comedor, entrecortada, como recién despertada.
Era Diana, la esposa del Sr. Miller. Tenía unos treinta y pocos, curvas generosas y una bata de satén rosa que apenas cubría sus caderas. Iba sin sostén, y sus pezones marcaban con descaro la delgada tela.
Ramón sonrió mientras dejaba los dos envases de vidrio sobre la encimera. Pero no se fue.
—¿Me vas a ofrecer café esta vez, o directamente leche? —bromeó con voz grave.
Diana se acercó caminando despacio, descalza, con las uñas rojas y los muslos vibrando bajo la bata. Lo miró sin decir palabra, se detuvo a centímetros de él. Le tomó la mano, y la llevó directamente a su pecho. El pezón se endureció al instante bajo sus dedos rústicos, acostumbrados al trabajo físico.
—Hoy quiero crema —susurró, y abrió su bata sin pudor, dejando ver sus tetas grandes y naturales, la piel brillante y tibia.

Ramón no esperó más. La alzó en sus brazos como si fuera una pluma, la llevó sobre la mesa del comedor y la acostó de espaldas. Ella se rió con una risita nerviosa, mordiéndose los labios mientras él le abría las piernas y se arrodillaba entre ellas.
—Mmm… estás más mojada que la botella que dejé afuera —murmuró él antes de comenzar a lamerle la concha con la lengua ancha, lenta, profesional.
Diana gemía cada vez más alto, su mano en el pelo de él, apretándolo contra su vagina. Él la devoró como si llevara días sin probar algo tan delicioso. Le metía dos dedos mientras le lamía el clítoris sin pausa. Diana convulsionaba, gimiendo, gritando su nombre.
—¡Ramóóóón...! ¡Dios... me corro!
Él la sostuvo mientras temblaba, sin dejar de chuparla hasta que terminó, jadeante, con el cuerpo completamente relajado. Entonces se levantó, se bajó los pantalones de trabajo y liberó su pija gruesa y dura como un bate de béisbol.
—Ahora te toca a ti repartir leche, mami.
Ella se sentó en la mesa, abrió la boca y comenzó a chuparlo con hambre, con entusiasmo, como si lo hubiera estado esperando toda la semana. Lo miraba desde abajo, mientras su lengua jugaba con la punta y sus labios se deslizaban por toda la longitud del lechero. Ramón gemía, acariciándole el pelo rubio, empujando suavemente su cabeza.
Cuando no aguantó más, la tumbó de nuevo, y se la metió en la concha de una sola embestida, lenta pero profunda.
—¡Uuhh! —gritó ella—. ¡Llena esta ama de casa como se debe!

Ramón comenzó a moverse como una máquina: largos, poderosos, cada golpe haciendo temblar la mesa. Ella lo envolvía con las piernas, lo arañaba en la espalda, se dejaba hacer. Era salvaje, era sucio, era perfecto.
Finalmente, él gruñó y apretó los dientes.
—¡Te la voy a dejar toda adentro, chiquita!
—¡Sí, sí, leche para tu putita! —gimió ella mientras se corría de nuevo.
Ramón se vino adentro de ella, fuerte, caliente, llenándola como había prometido. Se quedaron así unos segundos, jadeando, sudados, uno sobre el otro.
Luego se levantó, se abotonó la camisa con una sonrisa y volvió a colocarse la gorra.
—Nos vemos el jueves, preciosa —dijo mientras recogía las botellas vacías.
Diana, aún desnuda sobre la mesa, le guiñó un ojo.
—Asegúrate de traer extra.
Ramón llegó al número 42 con el mismo ritual: frenó suavemente su furgoneta blanca, bajó con la hielera de botellas y saludó con un gesto a un par de jardineros que pasaban por la acera. Era miércoles, y los miércoles tocaba entregar leche a las hermanas Bloom.
Vivían juntas desde que sus maridos las habían dejado, o eso decía el barrio. Rubias, voluptuosas y casi idénticas, Debbie y Brenda tenían el tipo de cuerpos que hacían girar cabezas en la piscina municipal. Siempre con shorts diminutos, bronceadas, y con una mirada que podía derretir cualquier moral.
La puerta se abrió antes de que tocara.
—Hola, Ramón… —dijo Debbie, en una bata azul que apenas cubría sus nalgas—. Se te hizo tarde, ¿eh?
—Espero que no se me enfríen las botellas —contestó él, cruzando el umbral con una sonrisa maliciosa.
Brenda apareció desde el sofá, en bragas blancas de algodón y una camiseta sin sujetador. Se estiró como un felino y lo miró directo al bulto bajo su pantalón.
—¿Trajiste leche entera, cariño? Porque la desnatada no me sirve para nada…
Él dejó la hielera sobre la alfombra y se quedó de pie, mirándolas a ambas. Debbie se acercó y le quitó la gorra. Brenda se arrodilló lentamente frente a él y le bajó el cierre.
—Aquí viene el desayuno… —murmuró, sacándole la pija, que ya estaba dura como una piedra.
Debbie lo besó mientras Brenda comenzaba a chuparle la punta, lentamente, con una lengua cálida y ansiosa. Ramón cerró los ojos. Una en su boca, otra en su pene. Era el sueño húmedo de cualquier hombre de los años setenta.
—Quiero que me la pongas entre las tetas —dijo Debbie bajándose la bata—. Me muero por una lluvia tibia.
Ramón se dejó llevar. Brenda se echó en el sillón con las piernas abiertas y él le metió la pija de un golpe, mojada como estaba. Debbie se subió sobre su espalda, abrazándolo por detrás, mordiéndole el cuello, masturbándose al compás de sus embestidas.
—¡Dame duro! —gemía Brenda—. ¡Hazme chorrear leche como tú!
El sonido de piel contra piel llenaba la sala, mezclado con jadeos, gemidos y risas.
Ramón las cogía como si el mundo se acabara. Cambiaban de posiciones, de bocas a culos, de rodillas al suelo, hasta que finalmente las puso a ambas sobre la alfombra, una al lado de la otra, abiertas y calientes, esperando su descarga.
—¿Quieren leche para compartir?
—¡Sí! —gritaron juntas.
Y Ramón las bañó con un chorro largo y espeso que cayó sobre sus tetas, sus vientres, sus caras sonrientes.
Brenda lo lamía desde el cuello hasta los huevos. Debbie se untaba la leche entre las tetas.
—El mejor proveedor del barrio… —susurró.
Ramón se rió mientras se vestía de nuevo.
—El servicio está incluido con la suscripción —dijo, guiñándoles un ojo antes de cerrar la puerta.
Desde la ventana, otra mujer miraba todo con una mano en el borde de su bata… y la otra entre las piernas.
La próxima clienta ya estaba esperando.
A las diez en punto, Ramón frenó su furgoneta frente a la casa número 18: la más sobria del vecindario, con el césped perfecto y las ventanas cerradas siempre. Allí vivía la señora Wallace, una mujer alta, delgada, de unos 40 años, con el pelo recogido y la voz siempre baja.
Era la esposa del pastor del pueblo.
Nunca mostraba escote, siempre vestía recatada. Pero algo en su mirada, en esa forma en que lo observaba por encima de las gafas, lo había intrigado desde el primer día. Había algo encerrado en ella… y Ramón tenía las llaves para liberar a cualquier mujer.
Golpeó la puerta. Dos segundos. Tres. Se abrió con lentitud.
—Buenos días, señorita… —dijo él.
—Hola, Ramón… —respondió la señora Wallace con un leve rubor—. Pase, por favor. La cocina está al fondo.
Lo guió en silencio, con pasos suaves. Iba vestida con una falda larga y una blusa blanca cerrada hasta el cuello, pero sin sostén. Se le notaban los pezones al trasluz de la ventana. Él lo notó. Ella también.
—¿Cuánta leche quiere esta semana? —preguntó él, mientras colocaba las botellas sobre la encimera.
Ella se giró, con las manos entrelazadas.

—No lo sé… estoy... confundida —dijo en voz baja—. Mi esposo... últimamente está muy ocupado en la iglesia. Yo... me siento vacía.
Ramón se acercó. No dijo nada. Le levantó el mentón con dos dedos.
—¿Vacía… o hambrienta?
Ella tragó saliva. Bajó la mirada. Y luego, como si algo se rompiera dentro de ella, lo abrazó con fuerza. Se apretó contra su pecho, temblando. Él deslizó la mano por su espalda, y con un solo movimiento, le desabrochó los botones de la blusa.
Sus tetas cayeron libres, suaves, altos, apenas tocados por los años. Él se inclinó y le lamió una, con la lengua lenta, envolvente. Ella suspiró, se mordió los labios, sus ojos brillaban.
—Dios mío... —susurró ella.
—Dios no está mirando —le dijo Ramón, bajándole la falda lentamente, hasta dejarla en bragas de algodón, empapadas.
La subió a la mesa de la cocina. Ella abrió las piernas sin pedirlo, cerrando los ojos, entregándose por completo.
Ramón la besó la concha, profundamente. Ella se arqueaba con cada lamida, con cada embestida de lengua.
—¡Oh... Ramón! —gritaba—. ¡No sabía que esto se podía sentir así!

Cuando se vino, lloró. Lloró de placer, de liberación, de años contenidos.
Él no se detuvo. Se desnudó sin apuro, le metió la pija despacio, muy despacio, haciéndola sentir cada centímetro. Ella lo envolvió con sus piernas y lo abrazó como si fuera la salvación.
—Lléname… por dentro y por fuera —gimió—. Hazme tuya, aunque sea solo hoy.
Ramón la cogio con ternura y rabia. La hizo acabar dos veces más antes de llenarla por dentro con su leche caliente, espesa, liberadora.
Cuando terminaron, la señora Wallace no podía moverse. Sonreía como si acabara de ver el cielo.
—¿Viene usted todos los miércoles?
—Ahora… vengo todos los días que usted necesite.
Ella cerró la puerta despacio. Afuera, el sol brillaba. Pero por dentro, algo nuevo ardía.

Viernes por la mañana. Ramón estacionó frente a la casa de los Somers como siempre. Tocó la puerta esperando ver a la señora, pero quien abrió fue Valeria, la hija mayor.
Unos veinte años, piel canela, cuerpo firme, mirada directa. Llevaba un short corto y una camiseta ligera sin sostén, que dejaba claro que ya no era una niña. Y lo sabía.
—Mi mamá salió —dijo con una sonrisa ladeada—. Me dejó encargada de recibirte.
—¿Encargada de la leche?

—Sí… aunque me dijeron que la que tú traes es especial. ¿Puedo probarla?
Ramón arqueó una ceja.
—Depende… ¿cuánta quieres?
—La que me merezca.
Valeria dio un paso al frente. El ambiente se volvió espeso, denso de tensión. Ramón cerró la puerta sin dejar de mirarla. Ella se acercó y lo besó primero: suave, pero decidida.
—Siempre te veo venir por el vecindario —susurró—. Y siempre me pregunté cómo sabría tu “producto estrella”.
Él la alzó con fuerza y la sentó sobre la mesada. Le bajó el short, revelando una humedad evidente. Valeria lo rodeó con las piernas.
—Hazme tu clienta fija, Ramón…
Lo que vino después fue un frenesí: cuerpos entrelazados sobre el mármol de la cocina, ella cabalgándo su pija, con gemidos contenidos por si algún vecino curioso pasaba. La furgoneta blanca esperando afuera, mientras dentro el le bombeaba la concha y derramaba otra leche… más caliente, más salvaje.

Cuando terminaron, Valeria se acomodó el pelo y lo acompañó a la puerta, desnuda pero sin vergüenza.
—Vuelve cuando quieras. Puedo recibirte sola… o con mamá.
Ramón le guiñó el ojo y se marchó, dejando atrás una casa con las ventanas empañadas y una nueva clienta sonriente.

Moraleja para adultos
En los años setenta y ochenta, muchos hombres salían de casa temprano, creyendo que todo estaba en orden. Pero no contaban con él:
El Lechero. Repartía más que botellas. Dejaba algo más…
caliente. espeso. inolvidable.
Así que, señores…
Si nacieron entre la decada de los 70 y/o 80, si su mamá siempre tenía una sonrisa extra los viernes,
si usted nunca se pareció mucho a su “padre”…
Tal vez, solo tal vez… usted también sea hijo del Lechero.😈
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