Parte 1: El deseo que no pidió permiso
Samantha llegó desde España con una sonrisa tímida, 19 años, curvas suaves de mujer en flor, y una inocencia que apenas disfrazaba lo que ardía dentro. Era una estudiante de intercambio, y la familia que la recibió la trató como a una hija: Juan, un hombre de 42, corpulento, trabajador, serio; y Elena, su esposa, dulce pero distante, dedicada a sus cosas, ocupada con su negocio online.
Desde el primer día, Samantha sintió algo extraño cuando Juan la abrazó por primera vez. Su perfume masculino, la firmeza de su torso, esa mirada que intentaba ser paternal… pero se escapaba hacia sus piernas desnudas con cada descuido.
Él también la notó. Cómo no hacerlo. La niña paseaba por la casa en pijamas ajustados, braless, con el cabello mojado chorreando por la espalda, y unas caderas que no eran de estudiante, sino de diosa. Se agachaba frente a él, cruzaba las piernas con provocación inconsciente… o no tanto.
Elena confiaba en ambos. Demasiado. Y una noche, el deseo dejó de resistirse.
Samantha bajó por agua pasada la medianoche, en camisón traslúcido. Juan estaba en la cocina, en calzoncillos, bebiendo vino.
—¿No podés dormir? —le preguntó, con voz ronca.
—No —respondió ella, acercándose—. ¿Y vos?
Lo miró directo, sin miedo. Se tocó el cuello, luego el muslo. Juan tragó saliva. Su verga ya empezaba a despertar bajo la tela. Ella lo notó. Se acercó, y sin más, se arrodilló.
—Siempre quise saber cómo sabe un hombre de verdad —susurró, bajándole lentamente el calzoncillo.
Tomó su pene entre las manos, lo olió, lo besó, y luego se lo metió en la boca con una devoción que casi lo hizo temblar. Juan cerró los ojos, jadeando, tomándola del cabello.
—Dios… Samantha, no podemos…
—Shh… nadie tiene que saber. Pero me moría por esto.
Lo chupó con hambre, con movimientos firmes, lengua húmeda, garganta profunda. Juan no resistió. La levantó, la sentó sobre la mesada, le corrió las bragas y penetró su concha de golpe, mojada como lluvia. Ella se aferró a su cuello, jadeando entre besos y gemidos contenidos.
—Cogeme… como si fuera tuya —le rogó.
Y él la tomó salvaje, apretando sus tetas pequeñas pero firmes, mientras ella lo apretaba con las piernas.
Pero eso solo fue el principio.
Desde entonces, Juan vivía dividido: por la mañana, cogía a su esposa como siempre; por la tarde, lo hacía con la estudiante en la ducha, en el cuarto de lavado, en la cochera. Elena empezó a notar algo: Juan siempre estaba agotado… pero con una sonrisa nueva.
Y un día, sin que él lo supiera, Elena los escuchó.
Samantha gemía su nombre. Juan jadeaba entre estocadas. El sonido del sexo llenaba la casa.
Esa noche, Elena se acostó con él sin decir nada. Pero lo cabalgó con una furia que Juan no recordaba. Al acabar, ella le dijo al oído:
—Mañana quiero verla desnuda. Y quiero que me la cojas… mientras yo te miro.
Juan, perplejo, sintió que su verga volvía a endurecerse en segundos
Parte 2: El trío prohibido
Juan no durmió esa noche. La confesión de Elena lo dejó en shock, pero también duro como piedra. ¿Su esposa... quería verla? ¿Verla desnuda? ¿Verlos cogiendo?
A la mañana siguiente, mientras Samantha desayunaba en pijama, Elena entró a la cocina en bata de seda. Sin una palabra, la miró de arriba abajo. Sonrió.
—Samantha, anoche los escuché —dijo con voz suave.
La joven se congeló. Juan, también. Elena se acercó lentamente, se agachó junto a ella y le susurró al oído:
—No te voy a echar. Pero si vas a cogerte a mi marido… quiero estar presente.
Samantha tragó saliva. Luego, para sorpresa de ambos, sonrió.
—Siempre quise probar estar con una mujer.
Elena le acarició el muslo bajo la mesa. Y Juan sintió que estaba por estallar.
Esa noche, el cuarto principal se volvió una escena de deseo sin frenos. Elena se sentó en el borde de la cama, con un conjunto negro de encaje que dejaba sus pezones duros al aire. Samantha entró, desnuda, con la piel tibia y el sexo ya húmedo.
Juan, entre ambas, no sabía a quién mirar primero.
Elena tomó la iniciativa. Se acercó a Samantha, la besó suavemente en los labios, y le acarició los pechos. La joven respondió, pegando su cuerpo al de ella. Juan se masturbaba viéndolas besarse, tocándose, explorándose.
—Ahora cogetela —ordenó Elena, con la voz ronca—. Quiero verte adentro.
Juan la tomó de las caderas y se la metió a Samantha de una, mientras ella jadeaba sobre el cuerpo de su esposa sustituta. Elena acariciaba su clítoris mientras Juan se la cogía fuerte desde atrás, haciendo que los gemidos llenaran la habitación.
—¡Sí! —gritaba Samantha—. ¡Más fuerte, Juan… que nos escuchen todos!
Elena se puso debajo de ellos y le ofreció su pecho a la joven, que lo chupaba con lujuria mientras su cuerpo era empujado sin tregua.
Cuando Samantha se vino gritando, Juan se giró hacia Elena. Ella se montó sobre él de inmediato, cabalgándolo como si no hubiera un mañana, mientras la joven, ya recuperada, se agachaba para lamerle los pezones a la mujer que la había adoptado… y ahora compartía a su marido.
El sudor los cubría a los tres. Los cuerpos se entrelazaban sin reglas, sin miedo, sin culpa.
Cuando Juan no aguantó más, sacó su verga empapada y acabó sobre los pechos de ambas. Ellas se besaron, mezclando semen y saliva, mientras él caía rendido, sin fuerzas, sin palabras.
Samantha lo miró, con una sonrisa traviesa.
—Creo que vamos a tener que turnarnos, Elena.
—No, querida —respondió la esposa—. Vamos a cogérnoslo entre las dos… hasta que no pueda ni caminar.
Juan solo pudo asentir. Feliz. Exhausto. Completamente entregado.
Parte 3: El adiós que ardía
Pasaron los meses como una llama que se niega a apagarse.
Samantha vivía entre libros, clases… y sábanas revueltas. Las noches eran un ritual carnal: a veces entre susurros y besos con Elena; otras, salvaje y profunda con Juan. Y muchas veces, entre los dos.
Él había descubierto una nueva vitalidad, una que no sabía que tenía. Ella, su esposa, se convirtió en cómplice y amante doble. Samantha era el centro, el nexo, la chispa que los había reencendido como pareja… mientras ella misma se convertía en algo más que una invitada.
Pero el reloj corría. El intercambio tenía fecha de vencimiento.
Una semana antes de volver a su país, Samantha les preparó una cena. Velas, vino, y nada debajo del vestido.
—Esta es mi forma de agradecerles —dijo con una sonrisa suave—. Por el techo… y por todo lo demás.
Esa noche no hubo prisa. Juan la tomó sobre la mesa mientras Elena la besaba en la boca. Luego Elena se sentó en su cara mientras Juan le abría el culo lentamente, con una paciencia llena de nostalgia.
—Quiero que me recuerdes así —le susurró él, con los dedos clavados en su cintura.
—Jamás voy a olvidarlos —dijo ella, entre gemidos.
Acabaron los tres enredados en el sofá, desnudos, jadeantes, entre risas y suspiros.
El último día, Samantha se fue temprano. Dos maletas y una lágrima contenida. Elena la abrazó con fuerza. Juan apenas pudo decirle algo. No era necesario.
—Me llevo el cuerpo marcado por ustedes —les dijo—. Y cada vez que me toque a solas, van a estar ahí. Dentro mío.
Y se fue.
Hoy, desde su cuarto en Madrid, Samantha a veces se acaricia con los ojos cerrados. Imagina la lengua de Elena, la verga de Juan, sus voces mezcladas. A veces se graba gimiendo su nombre, como tributo. Como recuerdo. Como promesa.
Porque hay casas que no tienen paredes. Solo fuego.
Y ese fuego, arde para siempre.
Samantha llegó desde España con una sonrisa tímida, 19 años, curvas suaves de mujer en flor, y una inocencia que apenas disfrazaba lo que ardía dentro. Era una estudiante de intercambio, y la familia que la recibió la trató como a una hija: Juan, un hombre de 42, corpulento, trabajador, serio; y Elena, su esposa, dulce pero distante, dedicada a sus cosas, ocupada con su negocio online.
Desde el primer día, Samantha sintió algo extraño cuando Juan la abrazó por primera vez. Su perfume masculino, la firmeza de su torso, esa mirada que intentaba ser paternal… pero se escapaba hacia sus piernas desnudas con cada descuido.
Él también la notó. Cómo no hacerlo. La niña paseaba por la casa en pijamas ajustados, braless, con el cabello mojado chorreando por la espalda, y unas caderas que no eran de estudiante, sino de diosa. Se agachaba frente a él, cruzaba las piernas con provocación inconsciente… o no tanto.
Elena confiaba en ambos. Demasiado. Y una noche, el deseo dejó de resistirse.
Samantha bajó por agua pasada la medianoche, en camisón traslúcido. Juan estaba en la cocina, en calzoncillos, bebiendo vino.
—¿No podés dormir? —le preguntó, con voz ronca.
—No —respondió ella, acercándose—. ¿Y vos?
Lo miró directo, sin miedo. Se tocó el cuello, luego el muslo. Juan tragó saliva. Su verga ya empezaba a despertar bajo la tela. Ella lo notó. Se acercó, y sin más, se arrodilló.
—Siempre quise saber cómo sabe un hombre de verdad —susurró, bajándole lentamente el calzoncillo.
Tomó su pene entre las manos, lo olió, lo besó, y luego se lo metió en la boca con una devoción que casi lo hizo temblar. Juan cerró los ojos, jadeando, tomándola del cabello.
—Dios… Samantha, no podemos…
—Shh… nadie tiene que saber. Pero me moría por esto.
Lo chupó con hambre, con movimientos firmes, lengua húmeda, garganta profunda. Juan no resistió. La levantó, la sentó sobre la mesada, le corrió las bragas y penetró su concha de golpe, mojada como lluvia. Ella se aferró a su cuello, jadeando entre besos y gemidos contenidos.
—Cogeme… como si fuera tuya —le rogó.
Y él la tomó salvaje, apretando sus tetas pequeñas pero firmes, mientras ella lo apretaba con las piernas.
Pero eso solo fue el principio.
Desde entonces, Juan vivía dividido: por la mañana, cogía a su esposa como siempre; por la tarde, lo hacía con la estudiante en la ducha, en el cuarto de lavado, en la cochera. Elena empezó a notar algo: Juan siempre estaba agotado… pero con una sonrisa nueva.
Y un día, sin que él lo supiera, Elena los escuchó.
Samantha gemía su nombre. Juan jadeaba entre estocadas. El sonido del sexo llenaba la casa.
Esa noche, Elena se acostó con él sin decir nada. Pero lo cabalgó con una furia que Juan no recordaba. Al acabar, ella le dijo al oído:
—Mañana quiero verla desnuda. Y quiero que me la cojas… mientras yo te miro.
Juan, perplejo, sintió que su verga volvía a endurecerse en segundos
Parte 2: El trío prohibido
Juan no durmió esa noche. La confesión de Elena lo dejó en shock, pero también duro como piedra. ¿Su esposa... quería verla? ¿Verla desnuda? ¿Verlos cogiendo?
A la mañana siguiente, mientras Samantha desayunaba en pijama, Elena entró a la cocina en bata de seda. Sin una palabra, la miró de arriba abajo. Sonrió.
—Samantha, anoche los escuché —dijo con voz suave.
La joven se congeló. Juan, también. Elena se acercó lentamente, se agachó junto a ella y le susurró al oído:
—No te voy a echar. Pero si vas a cogerte a mi marido… quiero estar presente.
Samantha tragó saliva. Luego, para sorpresa de ambos, sonrió.
—Siempre quise probar estar con una mujer.
Elena le acarició el muslo bajo la mesa. Y Juan sintió que estaba por estallar.
Esa noche, el cuarto principal se volvió una escena de deseo sin frenos. Elena se sentó en el borde de la cama, con un conjunto negro de encaje que dejaba sus pezones duros al aire. Samantha entró, desnuda, con la piel tibia y el sexo ya húmedo.
Juan, entre ambas, no sabía a quién mirar primero.
Elena tomó la iniciativa. Se acercó a Samantha, la besó suavemente en los labios, y le acarició los pechos. La joven respondió, pegando su cuerpo al de ella. Juan se masturbaba viéndolas besarse, tocándose, explorándose.
—Ahora cogetela —ordenó Elena, con la voz ronca—. Quiero verte adentro.
Juan la tomó de las caderas y se la metió a Samantha de una, mientras ella jadeaba sobre el cuerpo de su esposa sustituta. Elena acariciaba su clítoris mientras Juan se la cogía fuerte desde atrás, haciendo que los gemidos llenaran la habitación.
—¡Sí! —gritaba Samantha—. ¡Más fuerte, Juan… que nos escuchen todos!
Elena se puso debajo de ellos y le ofreció su pecho a la joven, que lo chupaba con lujuria mientras su cuerpo era empujado sin tregua.
Cuando Samantha se vino gritando, Juan se giró hacia Elena. Ella se montó sobre él de inmediato, cabalgándolo como si no hubiera un mañana, mientras la joven, ya recuperada, se agachaba para lamerle los pezones a la mujer que la había adoptado… y ahora compartía a su marido.
El sudor los cubría a los tres. Los cuerpos se entrelazaban sin reglas, sin miedo, sin culpa.
Cuando Juan no aguantó más, sacó su verga empapada y acabó sobre los pechos de ambas. Ellas se besaron, mezclando semen y saliva, mientras él caía rendido, sin fuerzas, sin palabras.
Samantha lo miró, con una sonrisa traviesa.
—Creo que vamos a tener que turnarnos, Elena.
—No, querida —respondió la esposa—. Vamos a cogérnoslo entre las dos… hasta que no pueda ni caminar.
Juan solo pudo asentir. Feliz. Exhausto. Completamente entregado.
Parte 3: El adiós que ardía
Pasaron los meses como una llama que se niega a apagarse.
Samantha vivía entre libros, clases… y sábanas revueltas. Las noches eran un ritual carnal: a veces entre susurros y besos con Elena; otras, salvaje y profunda con Juan. Y muchas veces, entre los dos.
Él había descubierto una nueva vitalidad, una que no sabía que tenía. Ella, su esposa, se convirtió en cómplice y amante doble. Samantha era el centro, el nexo, la chispa que los había reencendido como pareja… mientras ella misma se convertía en algo más que una invitada.
Pero el reloj corría. El intercambio tenía fecha de vencimiento.
Una semana antes de volver a su país, Samantha les preparó una cena. Velas, vino, y nada debajo del vestido.
—Esta es mi forma de agradecerles —dijo con una sonrisa suave—. Por el techo… y por todo lo demás.
Esa noche no hubo prisa. Juan la tomó sobre la mesa mientras Elena la besaba en la boca. Luego Elena se sentó en su cara mientras Juan le abría el culo lentamente, con una paciencia llena de nostalgia.
—Quiero que me recuerdes así —le susurró él, con los dedos clavados en su cintura.
—Jamás voy a olvidarlos —dijo ella, entre gemidos.
Acabaron los tres enredados en el sofá, desnudos, jadeantes, entre risas y suspiros.
El último día, Samantha se fue temprano. Dos maletas y una lágrima contenida. Elena la abrazó con fuerza. Juan apenas pudo decirle algo. No era necesario.
—Me llevo el cuerpo marcado por ustedes —les dijo—. Y cada vez que me toque a solas, van a estar ahí. Dentro mío.
Y se fue.
Hoy, desde su cuarto en Madrid, Samantha a veces se acaricia con los ojos cerrados. Imagina la lengua de Elena, la verga de Juan, sus voces mezcladas. A veces se graba gimiendo su nombre, como tributo. Como recuerdo. Como promesa.
Porque hay casas que no tienen paredes. Solo fuego.
Y ese fuego, arde para siempre.
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