No me dijo una palabra al entrar.
La vi descalza, caminando sobre las hojas secas del invernadero, con esa tela negra flotando a su alrededor como si fuera humo.
Era gasa.
Ligera.
Transparente.
Y debajo de esa tela, no había absolutamente nada.
Sus pezones se marcaban duros. Sus caderas se movían como si supieran exactamente dónde estaba mi hambre.
Me miró.
Y sonrió.
No de forma dulce.
De forma obscena, cómplice, como una criatura que sabe exactamente cuándo va a hacerte perder el control.
Se acercó comiendo una fruta roja.
El jugo se deslizaba por su boca y caía por su barbilla.
Lo lamió con el dedo.
Se lo llevó a los labios.
Y me dijo, sin despegar los ojos de los míos:
—“¿Quieres esto… o prefieres mirar cómo me lo meto primero yo?”
No esperé respuesta.
Yo ya estaba duro.
Y ella lo sabía.
Se paró frente a mí.
Empezó a bajarse la gasa, lento.
Primero los hombros.
Después los senos.
Altos. Perfectos.
Luego la tela siguió cayendo, deslizándose por su vientre, dejando al descubierto su sexo…
ya mojado.
Brillando.
Se giró.
Me dio la espalda.
Y se inclinó.
Mostrándome todo.
—“¿Quieres que me toque mientras tú solo miras… o vas a hacer que me corra con tus dedos dentro de mí?”
No dije nada.
Solo la miré.
Y ella lo entendió.
Se tumbó de espaldas, abrió las piernas como si fueran alas, y empezó a tocarse.
Sus dedos se hundieron en su coño mojado.
Sus gemidos eran bajos, temblorosos.
Sus piernas temblaban con cada movimiento.
Yo no podía apartar la vista.
Ni respirar.
Ella se corrió ahí mismo, temblando, con el jugo escurriendo por su muslo.
Y sin dejar de mirarme, jadeando, me dijo:
—“Ahora ven… y lléname de verdad.”
No esperé.
Me arrodillé entre sus piernas.
Mi polla estaba dura, palpitando.
Ella me la tomó con una mano, la frotó por su sexo húmedo, y se la metió sola.
Gritó.
Y yo gruñí.
Empecé a moverme lento.
Su cuerpo se curvaba con cada embestida.
Sus uñas me arañaban.
Me cabalgaba como si quisiera robarme el alma.
Luego la tomé de la cintura y la puse en cuatro.
Y ahí sí.
La follé como un animal.
Fuerte. Rápido.
Chocando piel con piel, escuchando el eco húmedo de nuestros cuerpos.
Ella gemía, gritaba, se arqueaba más.
—“Dámelo… por todos lados… rómpeme… fóllame hasta que no sepa cómo me llamo…”
Le tiré del pelo.
Le agarré el cuello.
Le escupí la espalda.
Ella me lo lamió.
Y entonces la abrí más.
Más.
Le metí el pulgar por detrás.
Ella gritó aún más fuerte.
—“Sí… sí… así… fóllame entera, hazme tuya…”
Y lo hice.
Me vine adentro de ella, rugiendo.
Y no paré.
Seguí bombeando mientras ella se corría otra vez, gritando, llorando placer.
Cuando todo terminó, ella cayó al suelo.
Sudada.
Temblando.
Abierta.
Se llevó mis restos a la boca.
Y me miró con una sonrisa sucia, luminosa.
—“¿Eso era todo… o quieres la boca ahora?”
La vi descalza, caminando sobre las hojas secas del invernadero, con esa tela negra flotando a su alrededor como si fuera humo.
Era gasa.
Ligera.
Transparente.
Y debajo de esa tela, no había absolutamente nada.
Sus pezones se marcaban duros. Sus caderas se movían como si supieran exactamente dónde estaba mi hambre.
Me miró.
Y sonrió.
No de forma dulce.
De forma obscena, cómplice, como una criatura que sabe exactamente cuándo va a hacerte perder el control.
Se acercó comiendo una fruta roja.
El jugo se deslizaba por su boca y caía por su barbilla.
Lo lamió con el dedo.
Se lo llevó a los labios.
Y me dijo, sin despegar los ojos de los míos:
—“¿Quieres esto… o prefieres mirar cómo me lo meto primero yo?”
No esperé respuesta.
Yo ya estaba duro.
Y ella lo sabía.
Se paró frente a mí.
Empezó a bajarse la gasa, lento.
Primero los hombros.
Después los senos.
Altos. Perfectos.
Luego la tela siguió cayendo, deslizándose por su vientre, dejando al descubierto su sexo…
ya mojado.
Brillando.
Se giró.
Me dio la espalda.
Y se inclinó.
Mostrándome todo.
—“¿Quieres que me toque mientras tú solo miras… o vas a hacer que me corra con tus dedos dentro de mí?”
No dije nada.
Solo la miré.
Y ella lo entendió.
Se tumbó de espaldas, abrió las piernas como si fueran alas, y empezó a tocarse.
Sus dedos se hundieron en su coño mojado.
Sus gemidos eran bajos, temblorosos.
Sus piernas temblaban con cada movimiento.
Yo no podía apartar la vista.
Ni respirar.
Ella se corrió ahí mismo, temblando, con el jugo escurriendo por su muslo.
Y sin dejar de mirarme, jadeando, me dijo:
—“Ahora ven… y lléname de verdad.”
No esperé.
Me arrodillé entre sus piernas.
Mi polla estaba dura, palpitando.
Ella me la tomó con una mano, la frotó por su sexo húmedo, y se la metió sola.
Gritó.
Y yo gruñí.
Empecé a moverme lento.
Su cuerpo se curvaba con cada embestida.
Sus uñas me arañaban.
Me cabalgaba como si quisiera robarme el alma.
Luego la tomé de la cintura y la puse en cuatro.
Y ahí sí.
La follé como un animal.
Fuerte. Rápido.
Chocando piel con piel, escuchando el eco húmedo de nuestros cuerpos.
Ella gemía, gritaba, se arqueaba más.
—“Dámelo… por todos lados… rómpeme… fóllame hasta que no sepa cómo me llamo…”
Le tiré del pelo.
Le agarré el cuello.
Le escupí la espalda.
Ella me lo lamió.
Y entonces la abrí más.
Más.
Le metí el pulgar por detrás.
Ella gritó aún más fuerte.
—“Sí… sí… así… fóllame entera, hazme tuya…”
Y lo hice.
Me vine adentro de ella, rugiendo.
Y no paré.
Seguí bombeando mientras ella se corría otra vez, gritando, llorando placer.
Cuando todo terminó, ella cayó al suelo.
Sudada.
Temblando.
Abierta.
Se llevó mis restos a la boca.
Y me miró con una sonrisa sucia, luminosa.
—“¿Eso era todo… o quieres la boca ahora?”
0 comentarios - "La puta del invernadero"Pt1