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Vieja putona llora pija recibe una Nochebuena

Este relato lo mandó un usuario que no quiere ser identificado, los nombres están cambiados. Por favor si les gusta, dejen puntos, pongan favoritos y compartan que me ayuda mucho.

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Nadie en el barrio se fijaba mucho en Doña Rosa. Salvo, claro, cuando se acababa el aceite. Entonces sí: todos sabían que la mujer de pelo rubio platinado, gafas rojas y labios morados tenía siempre una botella ... a cualquier hora… y una mirada que te decía: “Sé que me estás mirando. Y sí, soy yo.”

Pero ese 24 de diciembre, al mediodía, cambió todo. Colgó en sus stories una foto del pavo congelado aún en su envoltorio, una copita de vino medio vacía, y un texto que decía: “Una más sola… pero con estilo.”

Federico —30 años, soltero por elección (o por mala suerte, depende del día)—, vecino de la esquina y cliente frecuente de la despensa, vio el mensaje y soltó una risita.

“Pobre Doña Rosa”, pensó. “Otra vez andando tras la pija como si fuera oferta en el súper.” No era malicia, exactamente. Más bien una mezcla de lástima y burla suave, como cuando ves a alguien pedir cariño en el lugar equivocado… o en el momento equivocado.

Le escribió igual, con tono de “acá estoy, por si acaso”:
—¿De verdad vas a pasarla sola?

La respuesta llegó en menos de tres segundos:
—¿Vos qué pensás? ¿Te gustaría venir a ver si me falta algo?

Y ahí mismo, le mandó una selfie: ella, frente al espejo, con el vestido oscuro tirado sobre los hombros, los labios morados entreabiertos, y esa mirada traviesa que decía: “No soy la de la despensa. Soy la que te va a hacer olvidar el árbol.”


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Federico casi se atraganta con el mate.
—¿Estás segura de esto?
—Segurísima. ¿Arrugas vos?


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Media hora después, tocó su puerta con una botella de vino en la mano y la sonrisa del que sabe que hoy coge.

Ella lo guió al dormitorio sin decir palabra. Se quitó el vestido con la calma de quien sabe que ya no necesita pedir permiso. Él, aún con el celular en la mano (por si acaso), se quedó sin aire.


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En la cama, Doña Rosa no pidió permiso. Lo desvistió con la eficiencia de quien conoce los nudos del deseo. Primero su camisa, cuyos botones cedieron bajo sus dedos expertos. Luego el pantalón, que cayó en un charco oscuro sobre la alfombra.

Federico la observaba, hipnotizado, mientras ella se quitaba su propio vestido con una lentitud deliberada que era más excitante que cualquier prisa. Su cuerpo, marcado por el tiempo pero con una autoridad innegable, se reveló en la penumbra de la habitación.

Se inclinó sobre él y, sin decir palabra, le ofreció un pecho. Federico abrió la boca, recibiendo la piel tibia y el pezón duro en su lengua. Sintió su mano en la nuca, empujándolo suavemente, animándolo a morder con más fuerza.


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Luego, ella comenzó a descender. Su piel resbalaba contra la de él, dejando un rastro de calor y anticipación. Se arrodilló entre sus piernas y lo miró a los ojos con una sonrisa pícara antes de bajar la cabeza.

Su lengua trazó una línea húmeda desde la base hasta la punta, y Federico soltó un gruñido. Le tomó los testículos en la boca, uno a la vez, succionándolos con una delicadeza que lo hizo retorcerse. Justo cuando pensó que no podía aguantar más, lo envolvió con sus labios y comenzó a bajar. Lentamente al principio, adaptándose a su tamaño.



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Federico sintió cómo su glande tocaba el fondo de su garganta, y ella no se detuvo. Empujó más hondo, y un sonido gutural, casi un ahogo, escapó de su garganta. Federico sintió un pánico mezclado con un éxtasis indescriptible.

Entonces se escuchó un "clack" seco, un chasquido cartilaginoso, y de repente sus labios estaban firmemente apretados contra su pubis. Lo había logrado. Se lo había tragado todo, pija y huevos, hasta el fondo. Se mantuvo así unos segundos eternos, luego soltó con un pop húmedo, sus ojos brillando de lágrimas y triunfo.

Sin darle tiempo a recuperarse, se subió y lo montó. Se posó sobre él, guio su miembro hacia su entrada y se hundió de un solo tirón. Ambos gimieron.

Empezó a moverse, una cadencia lenta y profunda que sacudía a Federico hasta los cimientos. Se inclinó, su pelo cayéndole sobre la cara, y le susurró al oído con un aliento caliente: —Acaba adentro, bb. Tengo las trompas atadas.


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Eso fue todo lo que Federico necesitaba para perder el control. La agarró por las caderas y la embistió con una ferocidad que ella parecía esperar, recibiendo cada embestida con un gemido que lo enloquecía. Se derrumbaron el uno en el otro en un espasmo violento y liberador, justo cuando el reloj de la sala marcaba las once y cuarenta y siete.

—Eso… —dijo ella, arreglándose un mechón detrás de la oreja mientras su pecho subía y bajaba—, eso fue mi Nochebuena. —La mía también, —respondió él, aún sin aliento y sintiendo cómo el mundo volvía a girar lentamente.

Federico leyó el mensaje de su mamá: “¿Ya venís o brindamos sin vos?”. Doña Rosa, que había visto la pantalla por encima de su hombro, le dio una palmadita en la nalga todavía erguida bajo él y dijo con una sonrisa canalla: —Felicitala a tu mamá.


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Con un beso en la frente y una caricia que prometía regresar, Federico se vistió rápido, le dejó el vino y le dijo: “Gracias por la despensa con mejor servicio del mundo.”

A la medianoche, mientras su familia brindaba con sidra pensó en Doña Rosa, sola otra vez… pero esta vez con una sonrisa en los labios, cubierta por el calor de una noche que, aunque corta, había valido todo el año.

Al día siguiente, el barrio la vio salir a pasear con unas calcitas, como si nada. Solo que ahora sus ojos sí reían. Y Federico, desde su ventana, se juró que en Reyes iba a llevarle mucho más que pasto para que se lo coma la terrible pezuña de camello que le marcaba la entrepierna.

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