La Dama y el Centurión

Al aterrizar en El Calafate le pide al conserje que anule la reservación que ella misma hizo para confinarme, lejos y completamente solo, en la Casa del Bosque. La cancela con voz segura y normal, y anuncia que compartiremos la suite. Ni siquiera me mira para ver cómo me cae la noticia. Sigue absorta examinando los muebles y las instalaciones. Hacemos el check in y nos llevan en carritos a través de senderos, rotondas, parques y arroyos hasta una casa patagónica de piedra y techo a dos aguas.


Divisamos por el camino cauquenes, bandurrias, patos y teros. El aire es limpio y la tarde, luminosa. Reviso rápidamente ese departamento dominado por el celeste y el blanco donde hay flores falsas y libros de ocasión, un balcón con vista panorámica y un baño con jacuzzi. Cuando termino de verificar que todo esté en orden, el botones ya se retiró y la puerta 507 está cerrada.

Nuria deja el saco de cuero, la cartera y los guantes en un sofá, atraviesa el
umbral del dormitorio, y por unos instantes sale del campo de visión. Yo la espero con los brazos caídos, sin frío ni calor, con la campera de duvet desabrochada y la Glock en la funda. No sé exactamente qué está por ocurrir,ni qué papel tengo que jugar. Pero miro fijo la puerta interna abierta de par en par, y en el fondo la cama blanca y los almohadones. Escucho la voz de Nuria preguntando cómo estoy seguro de que es una habitación libre de micrófonos. Le explico,sin moverme, que un técnico hizo un barrido hace unas horas. No hay respuesta, ni ruidos, y entonces tengo un presentimiento. 


Me saco la campera y coloco cuidadosamente el arma sobre un aparador, y al volver mi vista hacia el dormitorio la veo, completamente desnuda, pasar de izquierda a derecha, abrirla cama y colarse entre las sábanas. No es una maniobra rápida ni lenta; tiene la misma cadencia y serenidad que una modelo experimentada caminando por una pasarela.Debo admitir que el pulso me late como si estuviera en un callejón sin salida con nueve barrabravas sedientos. Nuria gira hacia mí y me observa. Tiene una leve sonrisa en los ojos negros y todo el pelo tenuemente rojizo le cae hacia un lado, sobre el antebrazo que la sostiene: puso el codo izquierdo en la almohada y la cara sobre esa mano. Parece decirme, ¿qué esperás? Y en mi interior todavía creo irracionalmente que como otras veces me hará llegar hasta el límite y me cerrará la escotilla en la nariz. Avanzo sin embargo quitándome el suéter y desabotonándome la camisa, y cuando estoy a tres pasos, ella aparta las mantas y me muestra por fin el cuerpo pálido y el breve vello púbico en el centro de un océano de pecas. Sé lo que quiere de una manera intuitiva.

Quiere que pase por esa aduana antes de concederme la boca.Estoy en la suite para realizar una tarea que no figura en el contrato de servicio, pero que no rompe el acuerdo básico de ama y esclavo. Me inclino ante ella, como me pide, y al principio la lamo con extremo cuidado mientras la siento arquearse y gemir, pero luego paso mis brazos por debajo de sus piernas, las aferro como si fuera una lucha grecorromana, apoyo el mentón en la concha y le lamo el clítoris sin darle descanso.

La escucho gritar de manera sofocada y sin embargo no la abandono, sigo y sigo arriba y abajo, pasando de la delicadeza al apuro, de la suavidad a la firmeza, mientras me empapo toda la cara. Acaba muchas veces antes de agarrarme de los pelos. Necesita que la penetre con suma urgencia. No me da tiempo ni a sacarme el pantalón. Bajo el cierre y se la meto con fuerza. Ella me abraza, pero no lo hace de manera amorosa: busca un nuevo punto de apoyo y un travesaño de donde colgarse.

Su cara sigue lejos de la mía, pero está colorada por la excitación. Sé que tiene el orgasmo fácil, pero me toca probar que puedo cogérmela con eficiencia, sin perder nunca el control, sin permitirle recreos, en una escala ascendente para que una explosión la lleve a otra, y a otra más. Si consigo eso sin eyacular y sin perder la erección, si puedo doblegarla con la pija y bajarle los humos, a lo mejor tenga una oportunidad.

Me ayuda un poco el entrenamiento aeróbico, porque Nuria Menéndez Lugo me exige a fondo. Y lo hace sin palabras, con alaridos y movimientos de pelvis, clavándome las uñas en los hombros y en la espalda. Sube tanto la pendiente que en un momento interpone un pie y me aleja, y se toca el pecho como si el corazón le estuviera a punto de estallar en mil pedazos. Eso me facilita retirarme uno segundos para descalzarme y deshacerme del resto de la ropa con movimientos torpes.

Liberado de todo, incluso del miedo, la giro sin cuidado y le chupo la aureola del culo. Se lo hago con suavidad pero no me detengo mucho porque temo perder el vigor. Le entro por la vagina, afirmándome fuerte en sus caderas, y trato de mantener la lucidez en medio del placer más absoluto, como si estuviera en el río aguantando la respiración y regulando las energías. Nuria se desgarra cada tanto, pero yo no la dejo recuperarse, le sigo dando y dando, y me atrevo a atraparle la melena con una sola mano y a tirar como si fuera una brida. Recuerdo en este momento los sitios de pornhub.com que detectó el Spyware. Recuerdo la palabra«anal» y pienso si está dentro de mis atribuciones explorar esa vía. No me atrevo a hacerlo. La cama cruje y los gritos de Nuria deben estar escuchándose hasta en el vestíbulo. De pronto se pone de rodillas y se desacopla, resollando y brillando de sudor. Nos quedamos así, casi pegados, pecho con espalda, mi cara en su nunca. Y avanzo prudentemente, como si todavía pudiera arrepentirse y dar por terminada la función. La rodeo y le gano las tetas, y le acaricio los pezones, y Nuria echa la cabeza hacia atrás y respira pesadamente. Respira mientras le acaricio en profundidad los pechos, el vientre, de nuevo la concha. Tenemos toda la piel junta, y es en ese punto, justo ahí, cuando la doctora gira la cabeza y me entrega la boca abierta. Estamos llenos de saliva y de calor, y yo siento que alcanzo finalmente lo más alto de la torre, gano la terraza inexpugnable: ahora yo soy el amo y ella la esclava.

Lo que sigue no tiene importancia, porque es más de lo mismo. Cogemos sin
parar, ella arriba y yo abajo, sin pausas y con los ojos bien abiertos. Luego yo de nuevo encima, cerrándole las piernas y trabajándola con embestidas cortitas. Y vuelta a empezar, y nunca una frase ni un pedido. Extraño oficio mudo hilvanado con sus gritos desembozados. Sin perder la cabeza percibo que cuando goza de verdad ella grita y no habla, y deduzco, por contraste, que cuando simula tiene en cambio que llenar los silencios incómodos con reclamos soeces y elogios desmedidos.

Sé que es de noche cuando ella se levanta y trae dos botellitas heladas de Evian.

Me mira de reojo mientras se toma de tres tragos largos toda el agua deliciosa. Qué puedo decir. A pesar de ser una mujer normal, desnuda es bellísima. Cuando vuelve del baño, me recorre el cuerpo con la lengua. Me lame las cicatrices, los tatuajes y la pija. Pretende hacerme acabar pajeándome pero pasado un tiempo yo no puedo acceder tan fácilmente a sus deseos, así que aprovecho la resurrección para empalarla de nuevo, y así avanzamos sobre las horas, sin intercambiar ni un insulto. Varias veces tenemos que parar porque tiembla como si tuviera Parkinson y también porque parece de nuevo al borde de un infarto. Es multiorgásmica, y yo no tengo interés en eyacular. Somos una pareja perfecta, porque Nuria no quiere mi leche, ni siquiera le interesa sentir que me derrota. Sin embargo, al final ella de pronto se reprime: deja de acabar y me cabalga conteniendo la respiración. Y yo me descargo adentro de ella correspondiendo la gentileza, pero con los dientes apretados, sin darle el gusto de regalarle un quejido. Al acusar el espasmo, la morocha me pone una mano sobre los ojos, como si no quisiera que la viera en este instante íntimo, y larga todo lo que tiene pendiente con un rugido de fiera.

Casi de inmediato nos quedamos boca arriba, recuperando el aliento, en la
penumbra de la cama. No sé qué piensa, tal vez tenga como yo la mente en blanco.

Con tantos peligros en los que cavilar, presiento que a ella no le importan por ahora los colombianos, ni la sentencia de muerte que significa la enorme grosería de haber traicionado a su jefe con un guardaespaldas. Tampoco yo puedo medir las consecuencias. No nos tocamos, ni nos miramos. No nos decimos absolutamente nada. Permanecemos un tiempo incalculable arropados por la calefacción y el silencio de la naturaleza. Y solo cambiamos de posición para prender cigarrillos y fumar un rato. Estamos en la inconsciencia total, en ese mar dulce donde parece por un momento que la vida tiene algún sentido.


La Dama y el Centurión

2 comentarios - La Dama y el Centurión

complices_mardel +1
guau! atrapante y exitante en la misma medida!! es demasiado bueno para solo darle 10 puntos
SexologoLoco
Muchas gracias! ♥
mdqpablo +1
Muy buena historia .