Cornudo rey: Caro y Edu II

Miércoles de tarde: Caro y Edu se reencuentran tras otra jornada laboral y, como ya es costumbre, se cuentan –pero no se cuentan– los sucesos más relevantes del día. Edu le cuenta sobre el nuevo proyecto al que ha sido asignado, sobre la intimidante complejidad que conlleva y sobre la excelente oportunidad que le brinda para su desarrollo profesional; pero no le cuenta que la ha fantaseado entreverada en carne ajena; no le cuenta que primero la ha imaginado retozando con Mildred y luego siendo violada por tres enmascarados con descomunales miembros. Tampoco le dice que se masturbó dos veces con su fantasía, aunque bien le gustaría confesárselo todo y que ella se excitara tanto como se excita él.

Caro le cuenta una divertida anécdota vinculada al malfuncionamiento del torno, pero no le cuenta que ha empapado sus bragas toda la mañana y toda la tarde recordando hasta el detalle la película de la noche anterior y también lo ocurrido la semana pasada durante el encuentro Gamer en casa de Facu; no le dice que mientras él jugaba videojuegos con sus amigos y se divertía como niño, ella y Martín hacían actividades de adultos en la cama donde duermen juntos todas las noches; ni que mientras él, en su pueril esparcimiento, ponía a prueba la solidez del mando de la consola de Facu, repiqueteando sus ágiles dedos sobre botoncitos coloridos, ella ponía a prueba la solidez de su cama, saltando enceguecida sobre la pija de su amante, que le atestaba la concha de manera nada virtual. Tampoco le dice que mientras él sentía en sus manos las fuertes vibraciones del ergonómico control analógico, ella sentía las ardientes pulsaciones de la verga de Martín dentro de su culo y el estruendoso rechinar de la cama a punto de colapsar.

Minutos después de la paradigmática muestra de comunicación de pareja, Caro comienza con los preparativos: es día de gimnasio. Edu la acompañaría pero aún le duele todo del fútbol del lunes: necesita, al menos, un día más de recuperación; así que se disculpa con su enamorada y promete esperarla con la cena lista y, esta vez, bien despierto. Ella podría posponer la sesión para que su amor tenga ese día de descanso y así poder entrenar juntos, pero tiene dos importantes motivos para no hacerlo: uno es que el jueves ha comprometido su asistencia a un after work con sus compañeros de la clínica; el otro es Martín, que por casualidad –o no– asiste al mismo gimnasio los días en que se ejercita Caro y no lo hace su amigo.

Una hora después, Caro está instalada sobre la bicicleta fija iniciando su rutina de ejercicios aeróbicos. A estos les sigue una serie de ejercicios con pesas que incluye el peso muerto con barra: su ejercicio favorito, el que la recompensa con decenas de ojos clavados en sus pétreas nalgas. Ella no puede verlos, pero puede sentir el peso desorbitado de sus escrutadoras miradas.

Y ahí va de nuevo, como tantas veces. Sus manos sujetan la barra con firmeza. Cuando comienza el movimiento descendente, sus ajustadas calzas se estiran y lentamente van perdiendo su impenetrable oscuridad; de pronto ya no son opacas; de pronto dejan traslucir claramente la blanca piel de sus nalgas y la minúscula tanga que lleva incrustada en medio de ellas. En el momento en que los discos de hierro están a sólo unos centímetros del suelo y su culo completamente en pompa, el espectáculo brindado a sus espaldas es abrumador; cada bajada provoca un suspiro general.

Entre los complacidos espectadores se encuentra Martín, sentado en una máquina de pecho justo detrás de su querida. El amante sonríe orgulloso sabedor de que en cuestión de minutos estará disfrutando de lo que todos desean –Edu incluido– pero sólo él puede poseer en plenitud.

Termina la sesión: hoy ha sido corta. La ilegítima pareja abandona el gimnasio sin ducharse –¿para qué ducharse cuando saben que van a seguir transpirando?– y se encuentra en el estacionamiento. Ella vive a unas pocas calles, por eso ha llegado caminando, pero ahora Martín se ofrece amablemente a acercarla hasta su casa.

El vehículo inicia su marcha pero no toma rumbo a la casa de Caro, sino al despeñadero del amor: ese sitio costero bordeado de pequeños cantiles que las parejas de enamorados suelen visitar en las noches más oscuras para solazarse en gestas amorosas que tienen la banda sonora de las olas rompiendo contra la piedra.

A pesar de que el romántico lugar se encuentra sólo a cinco minutos del centro, ellos han tardado más de media hora en llegar; y no fue por culpa de la lentitud del tránsito sino de la ansiedad de Caro, que la ha hecho desaparecer –apenas han abandonado el estacionamiento del gimnasio– de esa foto cuyo marco se compone de los márgenes del parabrisas del automóvil. La caliente hembra se ha sumergido de cabeza en las claustrofóbicas profundidades que yacen entre el volante y el asiento del conductor y ha estado todo el trayecto chupándole la pija a su amante.

Él ha conducido despacio tratando de utilizar lo menos posible la caja de velocidades, y es que ha mantenido la mano diestra ocupada en su ardiente putita: primero bajándole la calza hasta las rodillas y luego nalgueándola a placer. El brilloso culo de la doctora asomando por la ventana del acompañante, con la diminuta tanga perdida entre sus cachetes, ha sido motivo de estupor para aquellos que han tenido la dicha de cruzarse con el coche en la nocturna calma de la ciudad. De boca abierta han quedado los que han podido fisgonear al misterioso chofer magreando esos portentosos glúteos y recordándole a su dueña lo puta que es, mientras ella le engullía la verga a brutos cabezazos contra el vientre.

En algún momento él le ha metido un dedo en la cola, luego dos; ella ha contraído su cuerpo y, sin dejar de devorarle la pija, ha proferido enérgicas exclamaciones de placer en una especie de código Morse de pura eme gemida. La lengua de Caro ha estado largos minutos recorriendo toda la extensión de ese largo tronco, grueso y venoso, y ha rodeado con lentitud de experta toda su enorme y sanguínea cabeza de seta hasta que ésta ha explotado en un volcán de semen, salpicando buena parte del tablero. Martín ha tenido que detener el coche: no ha chocado de casualidad.

Por fin el vehículo ingresa al despeñadero, lo hace lentamente. En la negra noche se vislumbran las siluetas de cinco o seis automóviles dispersos por el amplio terreno; Martín estaciona a una buena distancia de todos ellos y, apenas acciona el freno de mano, vuelve a palpitar. Los ojos impacientes de Caro advierten maravillados que su amante está al palo nuevamente: ¡qué verga tan deliciosa! Entonces termina de desnudarse, se cruza de lado a lado en forma impetuosa y se monta sobre su toro, quedando de culo contra el volante y con su empapada concha a punto de tragarse a esa suerte de obelisco punzante. Y entonces toda esa complementaria genitalidad punza como llamándose, como atrayéndose por alguna misteriosa interacción fundamental.

Él apenas tiene tiempo de reclinar su asiento antes de que ella empale su concha en esa dura estaca de carne y comience con una sucesión de violentos sentones que son como puñaladas que ella misma se infringe y que claman desesperadas por un delicioso castigo. Quiere ser castigada por ser una niña mala, por ser tan puta. Y entonces ese goce punitivo la desborda. Siente que la pija de Martín alcanza a tocar sus entrañas. Siente cómo esa monstruosa virilidad se hincha cada vez más, llenando su vacío interior como jamás podría hacerlo el pene de su novio. Se muerde los labios. Sus ojos se voltean. Su primer orgasmo llega como una furiosa tormenta junto con un desgarrador grito de infinito placer que hace eco en la profunda noche.

Tanta ha sido la ferocidad de la hembra en su arremetida que su amante ha quedado atónito y exhausto; sin embargo aún está encendido. Entonces la acción prosigue sin pausa en el asiento trasero: ahí está ella en cuatro sobre el tapizado y ahí está él insuflándole el orto una vez más. Caro recibe los tremendos pijazos de su amante con enorme deleite. Todo el lado derecho de su rostro está aplastado contra una de las ventanillas y un extraviado ojo, que ha quedado prisionero contra el vidrio, percibe a los otros coches que permanecen inmóviles en la oscuridad, encubriendo noviecitos que se besan bajo el novilunio, mientras el que los encubre a ellos brinca y brinca de manera incesante, y crujen sus fierros, y sus amortiguadores trabajan duro para soportar tamaña pasión. Ella pronto alcanza su segundo orgasmo y se viene a cántaros en un agudo llanto de placer. Él acaba por segunda vez y le dispara largos chorros de semen en la espalda mientras lanza unos ásperos gemidos de enajenada culminación.

Una hora más tarde Caro llega a casa; Edu la está esperando; le pregunta qué tan duro estuvo el ejercicio; ella responde con profuso gesto dándole a entender que ha entrenado más del doble de lo habitual. Ahora debe ducharse; entonces entra al baño mientras maldice su mala suerte: es increíble que justo los días en que ella decide entrenar, las duchas del gimnasio estén fuera de servicio. Tras el baño refrescante la parejita cena y luego va a la cama.

Ya horizontales, Edu toma a su amada entre sus brazos y la llena de besitos; ella sonríe y corresponde con caricias y más besos; entonces él intensifica el besuqueo tratando de encender la pasión, pero ella ya no responde: se ha quedado dormida. Edu la observa en su profunda lasitud y sonríe con ternura. Pobre Caro, el exceso de ejercicio la ha dejado exánime.

Jueves de mañana en la clínica. El joven tímido ha vuelto. Caro sale del consultorio para llamar al próximo paciente y lo ve paseándose con paso nervioso entre la sala de espera y la recepción. Viste pantalones negros. Curiosa por la imprevista visita, la doctora se dirige en dirección al muchacho y se lo cruza afectando el acaso; lo saluda fingiendo sorpresa y le pregunta por la razón de su presencia: no lo esperaba hasta dentro de seis meses. El chico le explica que vino a pedir hora para su próxima cita. Caro ríe y lo felicita por su carácter previsor, quizá no acorde a su edad. Pero ella sabe que en realidad él ha vuelto por más, pues de haber concertado la cita por teléfono, o a través de la página web, se hubiera perdido la oportunidad de conseguir material para pajearse hasta morir. Ella le dice que, luego de realizado el trámite, la espere en la sala: le dará algunas indicaciones para su correcta higiene bucal.

Luego de atender a varios pacientes, por fin Caro hace pasar al chico al consultorio. Mientras con un gesto le indica que se recueste en la camilla, alienta a su asistente para que acuda a atender alguna urgencia personal:

–Andá tranquila, Nati, sólo le voy a dar unos consejos.

–¿En serio? Mirá que puedo ir más tarde.

–En serio, dale.

–Gracias Caro, regreso en unos minutos.

Ahora está a solas con el chico: tiene un ratito para divertirse un poco. Camina hasta el sillón y toma asiento.

–¿Cómo estás, bebé? –pregunta con tono sugerente.

–Bien –responde el paciente con voz apagada, como desconfiando.

–Veo que sos muy precavido: ¿sabías lo importante que es el uso del hilo dental para tu salud bucal? –el chico asiente levemente con su cabeza– ¿Ah sí… Y usás hilito dental, mi amor? –pregunta ella con tono entre maternal y concupiscente.

–No –responde el chico en forma dubitativa, quizá sintiendo culpa por su desidia. Ella lo mira y abre grandes sus ojos como esperando una respuesta más contundente; él siente la presión y prosigue como puede–. Es complicado… no sé…

–Ahh, eso está muy mal. Tenés que usar –sentencia y aconseja ella.

–¿Usted usa? –se atreve a preguntar el joven con voz temblorosa.

–¿Usted? ¿Cómo usted? –le dice la doctora sonriente.

–Bueno… ¿Vos usás hilo dental? –repregunta él, sus mejillas se sonrojan.

–Por supuesto, mi amor, siempre. ¿Querés verlo?

El joven queda boquiabierto, desconcertado, sin respuesta. No ha entendido, o quizá sí. Caro se incorpora e introduce sus manos bajo su falda hasta alcanzar las tiritas laterales de su tanga. Luego cincha hacia abajo haciendo que la exigua prenda recorra todo el largo de sus torneadas piernas hasta que, levantando sus pies del suelo de manera alternada, logra despojarse de ella y la hace colgar de sus dedos para exhibírsela a su paciente.

–¿Te gusta mi hilito dental, bebé? –le dice con vocecita de puta.

El chico queda estupefacto al ver esa braguita compuesta por un minúsculo triangulito negro semitransparente –parece difícil que este pueda cubrir en su totalidad la vulva de Caro– del que salen dos delgadas tiritas destinadas a bordear el voluptuoso contorno de esas caderas femeninas, y que se unen con otra tirita, igual de delgada, destinada a desaparecer por completo en la cola de la doctora. Realmente parece un hilito.

–Ahora te voy a enseñar a usarlo correctamente, ¿vale? –le dice Caro mientras vuelve a sentarse en el sillón.

Entonces acerca lentamente la húmeda tanga al rostro del chico y se la desliza suavemente por las sonrosadas mejillas; éstas rápidamente adquieren el brillo de esas exquisitas humedades. Luego acerca la braguita a la nariz del muchacho; él la huele, cierra sus ojos y suspira: ¡qué delicia de aroma! Una enorme carpa comienza a levantarse en sus pantalones. Ella lo mira a los ojos y abre su boca de manera ejemplar: quiere que él la imite. Entonces el chico abre su boca y Caro le introduce en ella la tanga; él la saborea entera; las ingrávidas tiritas de la prenda se enroscan es su lengua serpenteante. La doctora sonríe pícara.

–¡Ah, pero qué chanchito que sos! –le dice casi susurrando.

Luego toma con firmeza la abultada bragueta del muchacho y se muerde el labio. Y entonces la carpa explota en un géiser de semen que no ve la luz.

De pronto la puerta del consultorio se abre: la auxiliar ha regresado. Caro disimula concluyendo la lista de consejos que nunca fueron dados. El chico se levanta de la camilla, balbucea unas palabras de despedida y se retira a paso apurado llevándose consigo la pequeña braguita. Ahora sí tendrá material para pajearse hasta morir.

Anochecer del jueves. Caro ha concurrido al after work con sus compañeros. Edu debería estar en el gimnasio, pero a último momento ha decidido cancelar la sesión de entrenamiento: todavía no se siente plenamente recuperado, o quizá sólo está interesado en aprovechar su soledad para ejercitar intensamente su imaginación y su antebrazo derecho.

Entonces cierra sus ojos y se complace imaginando que el encuentro de Caro y sus compañeros, que comienza como una simple reunión en un pub para charlar y beber cerveza, deviene en una verdadera orgía. Imagina a su novia totalmente entregada a sus impulsos carnales, enseñándole el culo entangado a su jefe y dejando que éste se lo manosee enteramente y luego le dé una lamida completa en la que no queda ni un centímetro de nalga sin brillo salival. Luego el maduro doctor entierra su nariz en la raya de ese agraciado orto y aspira fuerte para sentir su delicioso aroma mientras le dispara unos rápidos lengüetazos a la hinchadísima concha de su subordinada. Remata con un fuerte cachetazo en la nalga derecha de Caro que produce un estruendoso sonido. Ella gira su cabeza, lo mira con carita de puta y aprueba la lúbrica utilización de los cinco sentidos con un leve gesto de afirmación; él procede a bajarle la tanga con los dientes.

La fantasía se pone aún más caliente: Caro está desenfrenada; su boca está bien abierta y el mismísimo jefe le practica una buena limpieza de placa con la verga al mismo tiempo que el ortodoncista pijudo la tiene brutalmente enculada y el cirujano maxilofacial le revienta la concha configurando una vertiginosa doble penetración. Natalia, la asistente, es quien se encarga de acomodar las pijas, de guiarlas y conectarlas en los respectivos orificios de Caro. Mildred también aparece en la fantástica escena para lamer salvajemente los pezones erectos de la dentista. La tímida compañera de Edu sacude su cabeza alrededor de las híper sensibilizadas tetas de Caro como si fuera un animal salvaje devorando a su presa; lo hace en forma tan vehemente que sus anteojos de nerd caen sobre esos deliciosos melones y salen rebotados y caen, perdiéndose entre la espesa bruma malva que emerge el suelo. De pronto la fantasía se interrumpe en forma abrupta, anulada por la viscosa realidad del orgasmo gigante de Edu.

Pero la realidad es que Caro ha estado menos de una hora en el pub: luego de recibir varios mensajes en su celular, se ha excusado con sus compañeros y ha tenido que retirarse.

–Me esperan afuera –les ha dicho a todos al despedirse.

Ha empleado un tono muy sugerente y todos han pensado en una cita romántica con Edu; pero se han equivocado, porque el que la espera es Martín.

A toda prisa Caro sube al coche de su dotado amante y éste la recibe con un ardoroso beso que de inmediato pone a las tórridas lenguas subrepticias en encarnizada batalla. Él le manosea la cola: la estruja, la recorre entera con movimientos circulares, hunde sus dedos en ella. Caro le manosea la abultada entrepierna: quiere chuparle la pija ya. Él sonríe y le pide paciencia: hoy el tránsito está pesado y una habitación cuidadosamente preparada los espera.

Hasta allí peregrinan para practicar, una vez más, ese acostumbrado y majestuoso ritual en el que suelen conjurar a toda la divinidad del deseo. Allí Afrodita, Rati, Kamadeva, Aeval, Anahita, Tlazoltéotl, Príapo y Eros se inclinan ante ellos. Allí no hay humo malva sino gigantescas llamas que emanan de los poros de los amantes y los envuelve y abrasa. Allí la realidad imita a la fantasía y entonces Martín es el jefe, el ortodoncista, el cirujano, la asistente y hasta la timorata Mildred. Caro es ella misma recibiendo un torrente de semen que es como lava calcinante que la derrite en un esplendoroso empacho de pija.

Caro llega a su casa sin ropa interior. Edu le pregunta cómo ha estado la fiesta, mientras se pregunta para sus adentros de dónde ha salido eso de la bruma malva. Caro le dice que pasó genial, mientras se pregunta dónde diablos habrá quedado su tanga. Ahora recuerda que la última vez que la vio estaba enrocada en la pija de Martín. Es la segunda tanga que pierde en el día.

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