Desde el jardín - Parte II

Desde el jardín - Parte II


Despedí a Carlos y volví a mi escritorio. La computadora encendida seguía esperándome inútilmente. Puse un poco de música y después pasé el resto de la mañana intentando encontrar el libro de Apollinaire, pero aunque revisé incluso algunas viejas cajas con apuntes y notas, aquel libro se negaba a aparecer.
Algo cansada, cerca del mediodía, comí algo frugalmente y me acosté. Quizás si dormía unas horas mi mente descansada podría hallar el entusiasmo que me alejara de mi decepcionante estado causado por mi falta de ideas.
Cuando desperté, coloqué nuevamente mi bata inspiradora sobre mi cuerpo pensando que ya ni ese objeto, que me había dado tantas satisfacciones, ahora me salvaría de mi humillación literaria.
Mientras caminaba hacia la cocina para prepararme un tonificante café, el timbre de casa me sobresaltó. Caminé hacia la puerta y abrí. Era Carlos, ya no vestía su overol de trabajo. Una ajustada remera recortaba los músculos de su torso y unos pantalones igualmente ajustados mostraban una vez más lo abultado de sus genitales.

- Hola Carlos, estás mejor?
- Si, gracias, señora. Le traje el pantalón del señor Armando y un sobre con mis cosas. Sin compromiso, sabe.
- Claro Carlos, esta noche voy a leerlo.
- Que bueno! Mañana vengo a cortar el césped y me dice que le pareció. Y, por favor, dígale al señor Armando que ya voy a solucionar el tema del árbol, sabe?
- Armando está de viaje, así que por eso no te preocupes. Igual si llama le dejo tu mensaje.
- Hasta mañana, señora.
- Hasta mañana.

Deje el sobre encima del escritorio. La computadora seguía observándome impecable. Decidí entonces tomarme un respiro, me duché y salí a caminar. La ciudad siempre guarda algún detalle que puede ser de utilidad para una obra literaria. Finalmente, después de un largo recorrido, me senté en el banco de una plazoleta y tomé algunas notas en un cuaderno que siempre llevo conmigo para tal fin.
Emprendí el regreso cuando ya comenzaba a oscurecer. Mis piernas estaban agotadas y el hambre estaba anunciando su presencia en mi estómago. Al llegar, fui hasta la heladera y rebusqué algo para saciarlo. Era evidente que tenía que hacer algunas compras, pues mucho no quedaba pero fue suficiente.
Ya en mi habitación, me desvestí dispuesta a reponerme del paseo durmiendo sobre la cama amplísima sin la presencia de Armando. Recordé entonces el sobre que Carlos había dejado. No quería que se sintiera defraudado si no encontraba una respuesta mía al día siguiente, así que caminé desnuda sobre la mullida alfombra hasta mi estudio.
Al regresar, lo abrí. Un manojo de hojas con relatos que no superaban la media carilla, se desperezaban en esas páginas. Las dejé sobre el cubrecama y me introduje entre las sábanas tersas disfrutando su suavidad y frescura.
Tomé las hojas y comencé a leerlas. Desde el comienzo, aunque por momentos con una semántica inconexa y hasta torpe, esos relatos poseían una brutalidad visual arrolladora. Era sexo, pero no sexo hecho poesía. Carecía de cualquier tipo de acompañamiento que yo hubiese considerado excelso para mis propios escritos. No había música, ni humores, ni atmósferas, ni variaciones. Era sexo puro, animal, obsceno, hasta podría decir que era pornográfico; pero tenían una maestría descriptiva que se reflejaba en cada una de sus potentes imágenes. Cada oración era una foto, un instante que se detenía en el tiempo y aparecía en la retina del lector con violencia lujuriosa. Genitales, fluidos, lenguas, senos, todo en una exuberante catarata de imágenes orgiásticas.
Sorprendida, descubrí que surtían su efecto. Mi propio cuerpo sentía el empuje demoledor de esas letras que no podía dejar de leer. ¿Cómo lograba este muchacho, con tanto detalle, espontaneidad y explosiva bestialidad, poner en palabras el acto sexual siendo tan joven? Escudriñaba en mi memoria, intentando buscar algún recuerdo que se asemejara, pero ni aun en los instantes donde Antonio me prodigó lo mejor de su sexo lograba encontrar algo semejante.
Avasallada por cada vocablo, una de mis manos acarició mis senos y bajó por mi cuerpo hasta tocar mi sexo mojado. Húmedo como no había logrado ponerlo ninguna de las novelas que había leído en mi vida, más aun se impregnó cuando mis dedos rozaron el clítoris que se abría paso endurecido entre fluidos.
La lectura del último relato coincidió con un reconfortante orgasmo. Sequé mis dedos en la sábana y guardé aquellos textos nuevamente en el sobre. Agitada,  me levanté, los coloqué sobre la mesa de luz y volví a ducharme. No podía dormir así, como tampoco podía dejar de preguntarme de dónde arrancaba Carlos tanto conocimiento y minuciosidad para plasmarlos en sus relatos mientras sobre la retina de mis ojos volvía a fijarse la imagen de sus testículos asomando de su pantalón rasgado y la de su cuerpo semidesnudo permitiendo vislumbrar sus piernas, sus nalgas y algo más.
Penosamente pude conciliar el sueño. Absolutamente desnuda permití que mi piel se dejara abrazar por la frescura de las sábanas, mientras caía en los mullidos brazos de Morfeo.
Desperté con una extraña mezcla de sensaciones, una particular alegría se mixturaba con una curiosidad inusitada, una experiencia que no sentía desde hacía muchos años.
El sol entrando por la ventana me obligó a levantarme de la cama. La frescura matinal y el sobre con los relatos de Carlos observándome desde la mesa de luz, patinaron mi piel desnuda. Al verlos, un escozor recorrió mi cuerpo desde la punta de mis pies hasta que percibí como mis pezones se habían prolongado desde el centro de mis moradas areolas, casi indomables.
Tomé apresuradamente la bata que estaba sobre la cama y cubrí mi cuerpo. Un reconfortante café caliente seguramente me sacaría de ese incómodo, pero a la vez agradable, momento.
Tomando el sobre, caminé hacia la cocina. No había reparado en la hora hasta que el viejo reloj de pared me sorprendió con sus agujas indicando las nueve y media de la mañana. Era tardísimo para mí, acostumbrada a estar en pie a las siete todos los días.
Calenté una suculenta tasa y reparé en el sordo ruido a motor que llegada desde el jardín. Era Carlos que ya estaba haciendo sus labores, puntual como siempre.
El aroma a césped recién cortado fue penetrando en mi nariz a medida que me acercaba al estudio. Se filtraba por la ventana entreabierta y llenaba con su particular aroma todos los rincones.
Dejé el sobre apoyado en el escritorio y me senté a beber el cálido y reconfortante café. La oscura pantalla de la computadora me observaba inquisitiva, pero nada tenía para ofrecerle. Estaba tan vacía de ideas como curiosa por la fuente que daba vida a los relatos descabelladamente manifiestos de Carlos.
No pude esperar más. Caminé hasta la puerta y entreabriéndola observé como Carlos empujaba con fervor la segadora. Le indiqué con una seña que se acercara y el sordo ruido del motor se detuvo. Lo observé acercarse con su overol ajustado y tapizado de diminutos restos de hierba fresca.

- Buen día, señora. Necesita algo?
- Hola, Carlos, buen día… - hice una pausa, observando su camisa entreabierta que dejaba al descubierto sus pectorales sudados. – Si… pero pasá, quiero que hablemos sobre tus relatos.
- Pero… estoy todo sucio, señora – dijo bajando la mirada hacia su pantalón.
- No… no importa… entrá – dije dando media vuelta
 
Luego de unos pasos hacia el interior de mi estudio, le pedí que se sentara, mientras yo lo hacía en la silla de mi escritorio.
Mientras Carlos se ubicaba frente a mí, noté como sus ojos se clavaban profundamente en mis senos que semicubiertos por la bata dejaban ver la línea que formaban en el centro de mi pecho.
 
- Como te prometí, leí tus relatos – dije interrumpiéndolo. Levantó la mirada y agregué:
- Si bien no son el estilo que más me agrada, debo admitir que son extremadamente descriptivos para mi gusto…

Intentaba medir mis palabras para no herirlo, talvez porque no quería que se sintiera incómodo o notara en demasía mi interés por sus musas.

- A pesar de que difieren con mi estilo lingüístico, tengo que reconocer que surgen un efecto visual muy particular en el lector.

Carlos solamente me miraba fija e indistintamente a los ojos o mis labios que no paraban de moverse. Después de discurrir sobre fundamentaciones literarias o semánticas durante un buen rato, decidí intentar sonsacarle la fuente de sus letras.

- Pero… Carlos… tengo que decirte que… después de leerlos una profunda duda me invadió… una curiosidad que… no quisiera incomodarte… me encantaría puedas resolver.
- Digamé, señora – dijo secamente.
- Me gustaría saber de dónde surge tu inspiración para ser tan descriptivamente explícito. Tengo que empezar mi nueva novela, el editor me apremia y no consigo una pequeña idea para comenzar. Quizás, pensé, si me dijeras cuál es tu musa inspiradora podrías ayudarme a salir de mi estancamiento.

Me miró profundamente y sin pestañar acotó simplemente:

- De la experiencia, señora.

Un profundo silencio invadió el estudio. Un silencio que sólo se interrumpió cuando Carlos, quizás viendo mi inquietud, movió sus labios.

- Si usted me dejara ver algo más de lo que vi ayer… talvez pueda ayudarla.

Mi inquietud se acrecentó, pero no podía retroceder.

- De qué estás hablando, Carlos?! Ver qué cosa?!
 
Sin el más mínimo atisbo de temor o vergüenza agregó.

- Sus tetas, señora. Las bellísimas tetas que ayer pude ver por un momento cuando curaba mi herida. Las tetas que ahora se esconden bajo su bata.

No podía creer lo que escuchaba. Este muchachito, con total desparpajo, me pedía sin reparos que me desnudara frente a él.

- Digamos que usted… encuentra lo que busca… su… como dice… su musa… y…y yo, la mía.

Una pavorosa sensación de confusión, temor y curiosidad invadió mis sentidos. Deseaba recuperar mi capacidad literaria pero no al precio de perder mis valores. Amaba a Armando y jamás le había sido infiel. Qué estaba primero, mi pasión literaria o el amor a mi esposo?

- Carlos, por favor… qué me estás pidiendo? Si Armando se enterara de tu propuesta, nos mata a los dos? Además, no puedo creer que tus relatos sean el fruto de tu experiencia. Sos solo un muchachito, no creo que a tu edad…
- Bueno… - me interrumpió – el señor no está en la casa, no tiene porqué enterarse y usted quiere empezar su novela… además, le aseguro que todo lo que escribí… fue porque lo viví.
- Basta, Carlos! Terminala! Mejor voy a preparar otro café para los dos, talvez así no digas más tonterías. No creo que con tu propuesta encuentre lo que necesito…
- Usted manda, señora.
 
CONTINUARÁ...

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