Siete por siete (185): La despedida de Hannah (III)




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Compendio I


Besé con desesperación los pechos de Hannah, abriéndome espacio entre sus ropas, hacia su vientre y delgado calzoncito.
Al intuir lo que me proponía, cerró las piernas con fuerza.
“¡Marco, no!” exclamó, con el rostro acalorado.
“¡Por favor, Hannah, déjame hacértelo!” repliqué, ya forzando su calzoncito, para que me diera su sabroso tesoro.
“¡No, Marco!... ¡Eso no está bien!” respondía ella, a pesar que en su mirada se apreciaba el anhelo porque prosiguiera. “Está… sucio…”
Ese argumento me enterneció y me trajo muchos recuerdos. Marisol y Hannah fueron criadas en buenas familias, donde el respeto por las otras personas prima. Pero hay situaciones en donde el afecto sobrepasa el pudor.
En muchas ocasiones, Marisol me lamía demasiado bien y no podía retribuirle, sin incurrir en una fechoría por nuestra diferencia en edades y posteriormente, cuando pude hacerlo, ella se resistía de la misma manera que lo hacía Hannah.
Hice el quite al calzoncito y deslicé suavemente la lengua entre sus ya humedecidos labios inferiores.
“¡Nooo… Marco!... ¡Ugh!... ¡Por favor!... ¡Detente!” trataba su mente de resistirse, pero su cuerpo y sus sentidos estaban muy agradecidos.
“¿Me estás diciendo que Douglas te hará esto?” pregunté, mientras mis dedos se deslizaban suavemente entre sus piernas, succionados por aquel rosadito agujero…
“Nooo… pero…”
El argumento quedó inconcluso, puesto que el placer superaba a la razón.
Mientras le seguía dedeando, dediqué mayor atención a su hinchado y humedecido botón, succionando discretamente y haciendo que se sacudiera estrepitosamente y pregonara quejidos apasionados.
Recuerdo que sus tiernos pelillos rubios aún se mantenían cortos (ya que yo me encargaba en podarlos y demuestra el nivel de atención de Douglas con su esposa, que nunca se dio cuenta del cambio en su mujer), pero aun así, les di una glamorosa lamida, bañándolos con parte de mi saliva.
Cabe destacar que, como nunca, se escuchaban las fuertes voces de morbosos vecinos del campamento, ya sea buscando interrumpirnos o bien, percibir algo de lo que ocurría conmigo y con Hannah, por lo que tuve que pedirle que contuviera su voz.
Ella, desesperada como si se estuviese ahogando, cubrió con sus manos sus labios, aunque mantenía el placer y sus movimientos se tornaban más fluidos, al percatarse de lo mucho que le excitaba la situación.
Empezó a acabar en grandes cantidades, de las cuales me encargaba hábilmente de limpiar con mi boca y lengua, pero no le dejaba descansar.
Intentó doblarse, para tomar mi pene, más se lo impedí, empujando su tronco suavemente a la cama.
En esos momentos, solamente quería pagar las numerosas veces que Marisol atendió mis necesidades con sus tiernos labios, hasta hacerla desbordar de placer.
Alrededor de las 8, cuando ya el personal debía estar entrando a la faena, me senté en el borde de la cama, con mi erección erguida.
Sus ojitos celestes me miraban con expectación la entrepierna, sin saber bien qué esperar.
“¿Te gustaría sentarte sobre mí?” consulté con cierta vergüenza, por la humilde posición que pensaba proponerle.
“¡Por supuesto! ¿Cómo quieres que lo haga?” respondió, con una amplia disposición.
La tomé de la cintura con bastante delicadeza, le pedí que abriera las piernas y se fuera deslizando suavemente sobre mi erección, abrazándome en el trayecto y apegando su pechito hacia mi rostro, hasta eventualmente, quedar cara a cara frente a mí.
“Sé que no es una posición tan espectacular.” Reconocí, avergonzado, ante su mirada inquisitiva. “Pero cuando Marisol y yo salíamos, ocasionalmente se sentaba sobre mis piernas y fantaseaba con hacerlo así.”
Ella aceptó mis pensamientos con dulzura.
“¡No te preocupes! ¡Está todo bien!” replicó Hannah, tratando de volverme los ánimos. “Douglas y yo nunca lo hicimos de otra manera y esto es más agradable, porque puedo sentirte más adentro.”
Nos sonreímos con entendimiento, empezando a besarnos con delicadeza y a sacudir nuestros cuerpos paulatinamente.
Hannah comenzó a jadear maravillosamente, al sentir que la iba abriendo, pero más que nada, al sentir mis manos sobre sus amplias posaderas. Mi dedo anular, por otra parte, se sacudía con cierta independencia y ella esperaba que en cualquier momento, ingresara en su ser.
Sus embestidas se tornaron mucho más ansiosas cuando lo hice, al punto que paró de besarme y alzar su mirada hacia los cielos.
Mi dedo bailaba por su agujerito, haciendo círculos y presionando extremos opuestos de su cola, sometiendo a Hannah en una amplia algarabía.
Sus besos se tornaban más desesperados, a medida que la penetración se iba completando y para cuando entró completa, el movimiento de su pelvis era frenético.
Hannah literalmente me estaba cabalgando, con tal violencia que incluso sus menuditos senos se sacudían con bastante ímpetu sobre mi cara y los cuales, no pude aguantar las ganas de probarlos.
“¡No, Marco!... ¡Espera!... ¡No hagas eso!” pedía ella, en un quejido suplicante.
Pero no se trataba de una protesta formal, sino que como me pasa a veces con Marisol, son demasiadas sensaciones agradables para que su mente pueda procesar de manera apropiada.
Eventualmente, sus protestas cesaron, a medida que succionaba sus pequeñitos pero hinchaditos pezones del tamaño de moneditas, con el apetito de un infante.
En esos momentos, recordaba las incontables veces que Marisol me consultó si la cambiaría por una chica con pechos mayores, a lo cual siempre me rehusé, puesto que me encantaba el rostro angelical de mi esposa y ese lunar tan discreto y quisquilloso que tiene en la mejilla, que a ratos decide mostrarse y a otros, esconderse, me tenía fascinado.
Muchas veces probé sus delgados pezones, sin ocasionarle demasiada satisfacción a la que hoy es mi mujer y mucho más voluptuosa. Pero esto era porque ella lo interpretaba como mis anhelos porque su busto creciera, cuando en realidad, yo ya estaba satisfecho con que fueran de mujer y estuviesen a mi alcance.
El clímax lo buscamos juntos, en un abrazo apasionado que culminó con un profundo beso de lengua. Hannah sintió mis tibias descargas bañar el interior de su vientre, cortando su respiración en cada detonación de su interior.
Su cuerpo quedó lacio sobre el mío, apoyando su rostro sobre mi hombro.
“¡Eso… fue hermoso!” comentó ella, en éxtasis. “¿Por qué nunca lo hicimos así antes?”
Su reproche me tomó de sorpresa…
“¡No sé! ¡Nunca pensé que pudiera gustarte de esa manera!”
Sonrió de manera magnifica…
“A mí, me habría encantado…” señaló, empezando a dar breves saltos…
“¿Quieres hacerlo de nuevo?”
Sorpresivamente, dijo que sí, y no podía quejarme.
Ciertamente, quería descargar las fantasías acumuladas que me quedaban por Marisol, pero como le había informado al comienzo, no se trataba que solo yo descargara mis gustos.
Para la relación que teníamos con Hannah, hacer el amor no se restringía al dormitorio o a estar acostados en el lecho, como le ocurre con su esposo. Era una sensación que nos embargaba, no necesariamente ligada a la lujuria, dado que en varias ocasiones, la tomé por el simple hecho que un acontecimiento me había hecho feliz y necesitaba de alguien para compartir esa felicidad, como cuando mis pequeñitas aprendieron a caminar.
Lo que si debo destacar es que durante la segunda vez, nuestra sensibilidad al tacto había cambiado: ya agarraba firmemente su trasero y lo guiaba sobre mí, sin tantos jadeos como antes y aunque mi anular hostigaba su retaguardia, no variaba en lo absoluto la intensidad de sus besos.
Ella, a su vez, se afirmaba con mayor ahínco a mi cintura, rozando sus pechitos sobre mi tórax y empezando el vaivén.
Lo que también me percataba era que nuestro ritmo era mucho más lento, en el sentido que ya no había esa calentura inicial y desesperada que nos había embargado al comienzo, sino que era un pasar más pacífico que nos iba llevando a aquello.
Si pudiese describir ese sentimiento, sería como si tuviésemos un ritual de paseo dominical tan agradable, que nos motivara semana a semana a darlo, aunque mis palabras ampliamente se quedan cortas.
Pero todo eso cambiaba cuando lograba incrustarse hasta la base. Nuevamente, presionaba su matriz de esa manera y ella se quejaba agradecida, empezando a jadear y a menearse con mayor intensidad.
Sus besos se volvían a tornar tempestivos, al momento de colocar mi dedo en su interior y el abrazo que nos unía se tornaba más sudoroso e inclemente.
Su mirada resplandecía en gozo, con sus diamantes contemplándome de manera vidriosa y desvanecida, a medida que los orgasmos la empezaban a embargar, mas yo trataba de mantener el ritmo.
Sus tejidos ardían maravillosamente, en un jugueteo delicioso entremezclado con sus tibios juguitos, que lentamente me iban embadurnando la base de mi aparato y que eran mayormente perceptibles cuando ella volvía a subir.
Sentía que se plegaba plenamente cuando bajaba, como si intentase meterme en lo más profundo de su ser. Eventualmente, el placer me terminó sobrepasando y en un alocado giro, la terminé tendiendo en la cama, para bombearla frenéticamente, de la manera que me había acostumbrado.
Ella, estática, aguantaba mis forzosas embestidas apretando fuertemente los labios, al punto que después, quedaron levemente hinchados y que una vez que me descargué en su interior, le hicieron estirarse con bastante regocijo…
“Mis dedos…” decía muy feliz, tratando de mirarse sus pies. “Mis dedos se han dormido…”
Nos besamos otra vez con mucha ternura. Su mirada era benevolente y generosa, satisfecha de tenerme en su interior.
Pero para mí, todavía no había acabado. Cuando pude despegarme, le pedí si podía apoyarse en sus manos, en el borde de la cama.
“¿Por qué? ¿La quieres meter por atrás?” preguntó con una maliciosa sonrisa.
“No. Cuando Marisol y yo estudiábamos en la universidad, lo hacíamos de esta manera y quería volver a intentarlo contigo. ¿Por qué? ¿Quieres que la meta por atrás?”
En un rápido parpadeo, sus mejillas enrojecieron completamente.
“¡Por supuesto que no!...” trató de excusarse, a pesar que su lenguaje corporal decía todo lo contrario. “Pensé que a Marisol podría gustarle… porque siempre lo haces conmigo… pero si no quieres…”
La así por la cintura e incruste un par de dedos, haciendo que se estremeciera.
“¡Descuida! ¡Sé lo mucho que te encanta y créeme, que también te atenderé!... pero antes, quiero recordar ese sentimiento, Hannah… sé que eres buena y paciente… y que disfrutarás conmigo el placer…” le susurré suavemente al oído, besando un par de veces su espalda, pero sin dejar de estimular su dilatado y predispuesto ano.
Hannah se encontraba completamente sumisa en esos momentos y hasta aceptó mi petición de usar una cola de caballo.
Cerré los ojos y recordé esas tardes que llegaba desesperado a ver a mi novia. Muchas veces me lamenté que mi trabajo quedara tan lejos, para no pasar más tiempo con ella, que por el solo deseo de estar conmigo, había ingresado a la universidad.
Recordaba cómo ella enrojecía y siempre me reprochaba que “Lo haríamos solamente esa vez… y nada más…”, pero ella siempre terminaba aceptando mis suplicas.
Lo que más me calentaba era que Marisol en esas épocas usaba faldas delgadas y largas o Jeans apretados que remarcaban su cintura y su cautivante trasero. Pero ella, sin muchos miramientos, accedía a desnudarse y exponer esos blanquecinos muslos para mi agrado.
Mis sacudidas con Hannah empezaban despacio, sujetándola con fuerza desde la cintura. El surco de su trasero prácticamente invocaba la presencia de un dedo, por lo que 2 la hicieron estallar casi al instante.
“¡Más, por favor!... ¡dame más!” suplicaba en una voz suave y mucho más ronca, semejante a un ronroneo de un gatito.
No sabiendo si se refería a más dedos o que la metiera más adentro, hice ambos: sujeté fuertemente sus caderas y la traté de introducir lo más profundo que me era posible, mientras que cuando me retiraba, intentaba encajar un tercer dedo.
De no ser porque el personal se hallaba seguramente trabajando, habrían pensado cualquier calamidad por el primer quejido que dio Hannah.
Pero a medida que le empezaba a gustar y a acostumbrarse al ritmo que llevaba con mis dedos, esos gemidos nuevamente se cargaron de gozo.
Cuando acabé, sentí que me faltaba la respiración y lo mismo le pasaba a Hannah, que nunca se había sentido tan rellena como en esos momentos.
“¿Qué te parece si nos duchamos, para ir a almorzar?” le consulté, en vista que según mi reloj eran casi las 12.
“¿Tan pronto?” preguntó con una leve decepción, al no haberse percatado cómo había transcurrido la mañana.
Sin embargo, dentro de la ducha, también aproveché de tocarla y jugar con ella y para cuando salimos de la cabaña, dirigiéndonos con completo descaro hacia el casino con los otros mineros, debía sujetarla por la cintura, ya que sus piernas respondían con cierta torpeza.


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2 comentarios - Siete por siete (185): La despedida de Hannah (III)

Gran_OSO
Muchas Gracias! Excelente relato!
pepeluchelopez
Jaja me acorde de esos años que hiba a desayunar al medio día después de una larga noche y ajetreada mañana... Las piernas no responden bien, sublime sin duda