Siete por siete (182): Mariposas




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Compendio I


Antes de narrar esta experiencia, debo contar algunos antecedentes
Al principio, empezaba haciendo un 8. Luego, adjuntaba otros 2 más alrededor de la cintura del primero. Seguido eso, tomaba la goma y borraba las cinturas de los segundos meticulosamente, obsesionada de no dejar grumos o manchas sobre su “obra de arte”. Entonces, llegaba el turno de las antenas y los diseños de las alas y finalmente, los ojos y la sonrisa amistosa.
No se trata que yo sea mejor padre que mi esposa, pero hay detalles como esos que me hacen ver que mi “Pamelita” (a estas alturas, distinguirlas por mi “flaquita enojona” y mi “gordita amistosa” carece de sentido) se sale un poco de la norma.
No me cabe dudas que Lizzie fue quien le enseñó a dibujar y que vio sus primeras mariposas revoloteando en el terrario de nuestra joven niñera. Pero si comparaba los dibujos que ella hace de nosotros (Su hermana, su madre, Lizzie, yo y ella misma), parecíamos palotes al lado de esas detalladas mariposas y eso me hacía intuir algo más.
También está su comportamiento, porque mientras mi “Verito” me jala al pasillo de las muñecas, “Pamelita” me guía hasta el pasillo de los libros ilustrados, tomando los de botánica y de insectos, haciendo que me gane felicitaciones de las vendedoras, ya que también ven que mi niña desea pronto aprender a leer.
Contacté, entonces, a mi hermana (que es educadora de párvulos y tiene conocimiento al respecto), le escaneé algunos dibujos y le pedí su sincera opinión. Me sugirió que la evaluara un especialista, pero me felicitó, pensando que mis sospechas son acertadas.
Aprovechando que nuestra muda de domicilio es pronto (fin de semana de la próxima semana), convencí a mi esposa para que llevásemos a las pequeñas a hacerse exámenes de todo tipo.
Y así fue como la semana pasada, fuimos a recibir los resultados. Pedí a Lizzie que se quedara en casa, cuidando a nuestras hijas, mientras Marisol y yo íbamos a buscar los exámenes.
La oficina del doctor era tan humilde como su dueño: un joven de unos 25 a 27 años, de cabellos claros, con una mirada noble y ojos celestes, hombros anchos y complexión atlética, que incluso mi esposa llegó a considerar atractivo.
El único detalle es que está recién titulado, con los conocimientos frescos y tal vez, le faltó un poco de tacto para darnos la noticia.
“Su hija tiene Asperger.” Nos dijo, sin rodeos.
Sé que Marisol leyó al respecto hace uno o 2 años atrás (porque lo estudiamos juntos), pero la sorpresa le había nublado la memoria. El médico le explicó (en un tono normal) que se trata de una condición especial, donde los niños tienen cierta torpeza para interactuar socialmente, obsesionándose con comportamientos e ideas repetitivas, por lo que es comparado con el autismo.
No lo manifestó en esos momentos, pero cuando mi esposa escuchó lo último, le quebró el espíritu.
Posteriormente, el médico nos explicó que necesitaría educación especial y un seguimiento psicológico, pero eso quedaba a decisión de nosotros. Nos despedimos y volvimos a casa.
Marisol estaba cabizbaja y silenciosa, mientras que yo me sentía bastante optimista y fue cuando llegamos a un semáforo en rojo que se puso a llorar.
“¡Lo siento, mi amor, discúlpame!” gimoteó, sorpresivamente, en un mar de lágrimas.
Me alteró a tal punto verle en ese estado, que tuve que aparcar el vehículo a la orilla y atenderla.
“¿Por qué? ¿Qué tienes?” le pregunté, desabrochando su cinturón.
Sin esperar un segundo, se sentó sobre mi regazo y me abrazó con fuerza.
“¡Perdóname, mi amor, es mi culpa!” repetía constantemente.
Se afirmaba con fuerza de mi cuello al extremo de ahogarme un poco, pero sentir sus brazos frescos, su aroma tan rico y el roce inconsolable de sus cabellos sobre mi rostro, me hacía sentir bastante bien.
Traté de calmarla, haciéndole cariño, pero seguía obsesionada con llorar.
“¡Vamos, ruiseñor! ¡Tranquilízate!” le dije, en un tono de broma, al ver que me miraba más serena y torpemente, agregué… “¿Piensas que no la voy a querer?”
Más lágrimas salieron a mi encuentro. Me cuesta creer que viviendo tan cerca en nuestra juventud, un hombre como Sergio tuviese tal ausencia de cariño con sus hijas, mientras que unas cuantas casas más abajo, yo veía y creía que el amor de mi padre era incondicional y me hacía creer que se daba en cada familia.
Poco faltó para hacer rechinar los neumáticos. Busqué por los alrededores y no tardé en encontrar un motel de mala categoría para desfogarnos.
Y digo “mala categoría” de forma justificada, porque es un motel para tener sexo, con un logo de sombras de una pareja ante un ocaso, cuyo marco tiene forma de corazón. Pasamos volando por la recepción, preocupado que al ver a Marisol con ojos hinchados y brillantes levantara alguna alerta, pero tras pagar, me dieron las llaves de la habitación y nada más.
Inclusive, mi corazón se llegó a estremecer con temores del pasado, donde mi esposa era demasiado joven para estar con un chico como yo. Y es que su expresión desvalida y contrariada le quitaba más y más años y honestamente, me ponía de ganas.
Tal vez, crean que soy un enfermo al querer estar con mi esposa en momentos como esos, pero sé bien que es lo que mejor puedo hacer con ella y la única manera efectiva que puede subirle los ánimos, dado que los postres y los helados quedan horriblemente cortos.
Además, es ella misma quien se deja y al igual que Hannah, en momentos donde la adversidad la sobrepasan, prefieren que el hombre tome el control.
La habitación me hacía pensar en esos dormitorios que uno ve en las películas y series de Las Vegas: una cama con forma de corazón, con un edredón de tela blanco, de polyester, bastante barato, con cojines color blanco y negro; una ventana bastante amplia, cortinas blancas que a lo sumo dejarían vislumbrar las siluetas de los ocupantes si se encendieran las luces; un televisor, un refrigerador y un baño. Nada más. No tenía mayor propósito que desquitar los “15 minutos de calentura”, en sentido figurado, por supuesto.
Pero ahí estaba ella, sentada en el borde de la cama, con las piernas abiertas y una expresión desolada en su semblante. Créanme que para mí, todavía me altera demasiado ver a Marisol triste y trato de hacer todo lo posible para reestablecerla y cuidarla.
Por fortuna, mi esposa es una buena mujer y no abusa de ello. Tal vez, sea porque la conozco bien y ese sentimiento de abandono no lo puede simular, pero está radicado en su espíritu y sé que ocasionalmente, sale al exterior.
Así que me miraba expectante, con sus enormes ojos verdes. Trataba de sacarme la camiseta que usaba ese día, pero el cuello era tan pequeño que tenía problemas para levantármela por los costados y junto con la desesperación y la impotencia dábamos un espectáculo bastante patético a mi eterna compañera, cuyo rostro trataba de contener la risa.
Eventualmente, salió afuera y la arrojé al piso, para besar a mi amada. Ella tomó mi pecho, mientras mis labios le besaban apetitosamente, buscando anhelante el sabor eléctrico de su maravillosa lengua.
Acostada, se veía preciosa: sus mejillas sonrosadas, sus labios delicados, sus ojos verdes, su nariz delgada y coqueta y ese lunar travieso, que a veces se ve y a veces no y me vuelve loco de ella, me contemplaba esperando más de mí.
Fui desabrochando botón por botón de su blanca camisa y sus pechos magníficos parecían desbordar el sostén. Pero por cada botón que removía, depositaba un beso húmedo en cada zona que estuvo en contacto con su piel y no creo necesario decirles que para cuando llegué a la altura de su cintura, mi esposa suspiraba de manera muy apasionada.
Entonces, como si se tratara de un bebé, desabroché la falda con impaciencia y un calzoncito delgado, de algodón, blanquito y tan tierno como los que me gustan, salió a recibirme.
Me miraba entre traviesa y complacida, sabiendo lo que pensaba hacer y anhelándolo y no tuve objeciones de satisfacer sus deseos.
Lamí su vientre, a medida que se recogía la prenda y los clamores que mi esposa daba se volvían cada vez más candentes.
Su “templo del placer” recibía húmedo a mi sedienta lengua y me dedicaba a succionar entre sus muslos y su cavidad con un apetito voraz. Algunos mordiscos tenues y chupetones intensos sobre su dilatado botón parecían desvanecer en placer a mi esposa, pero fervientemente me ocupaba de lamer cada rastro que ocasionalmente aparecía.
Cuando la encontré “mediamente satisfecha”, desabroché mi pantalón y con un poco de dificultad, removí los boxers, haciendo aparecer mi dilatada herramienta.
Su mirada fue entre molestia y sorpresa. Sé que se sentía satisfecha por lo que había hecho y esto ya era un exceso, pero necesitaba también desfogarme.
Me ubiqué encima de ella, intentando posar mi erección sobre su abertura, más mi esposa trataba de hacerse la difícil, esquivando mis besos.
Eventualmente, encontré sus labios y nos fuimos apegando y abrazando, hasta que ya la tenía parada a su completo esplendor, hasta que se terminó tentando y abrió sus piernas, para que ingresara.
No sé si le molestará que sea tan insistente, pero para mí es tan agradable ensanchar su apretado agujero con mi masculinidad, como para ella es recibirlo y por mucho que cierre los ojos y se contenga, igual le gusta.
Una vez más, fui introduciéndome lentamente, disfrutando cómo su humedad me iba envolviendo y mojando a medida que avanzaba y cuando este se detuvo, mi esposa lanzó un profundo suspiro de satisfacción.
Empecé, entonces, con el pausado mete y saca, sacudiéndome con cierta impaciencia porque como mencioné, verla triste me pone bastante animoso.
Mi esposa aguantaba los embistes lo mejor que podía, disfrutando un poco de mi impaciencia y de mi torpeza, ya que las sacudidas la estremecían entera.
Pero yo quería estar dentro de ella y no me preocupaba tanto de sus necesidades. La besé, como si estuviésemos negociando y no tardó mucho para abrirse más de piernas y darme a entender que íbamos bien encaminados.
Mis embestidas se hacían cada vez más largas y profundas, por lo que mi esposa suspiraba y se quejaba más y más despacio.
Y a pesar que sus opulentos y deliciosos pechos me vuelven loco, quería estar con ella, besarla y más que nada, mirarla, mientras recibía placer.
Pero tampoco soy de piedra y mis manos eventualmente terminaron desnudando su sostén. Marisol me miró con una amplia sonrisa, conociendo bien mi obsesión por sus pletóricos pechos, mas a medida que entrelazaba sus hinchados pezones con el intersticio de mis dedos, sus suspiros cariñosos alcanzaban otra magnitud.
A medida que observaba su bello, tierno, juvenil e inocente rostro, no paraba de asombrarme por mi suerte. Pensaba que con esos hermosos ojos verdes, Marisol pudo conocer muchachos mucho más atractivos y acordes con su edad, más aun así, prefirió permanecer a mi lado.
La sensación que tenía en mi boca en esos momentos era semejante a un tornado, anheloso de robar la lengua y boca de mi amada, succionando como un verdadero vórtice el sabroso gusto a limón de su saliva.
Y sus piernas, que al principio se abrían piadosas a mi ataque, de a poco iban envolviendo mis muslos, para apresarme con mayor fuerza.
Entraba con más y más violencia. Tanto ella como yo pensábamos que la siguiente embestida, me dejaría a la entrada de su vientre, pero no era así.
Por ese motivo, nuestros besos se alargaban cada vez más y lo que al principio era una respiración tranquila y relajada se iba tornando en suspiros placenteros cada vez más largos, donde nuestras miradas se encontraban esporádicamente.
Sé que pude haberle convencido a que tuviésemos sexo no convencional y hasta habría aceptado que le hiciera la cola. Pero en esos momentos, más que sexo, necesitaba a que su mejor amigo le hiciera el amor.
Incluso, también me llegué a recriminar el haber sido amigos por tanto tiempo, ignorando lo placentero que era el sexo entre nosotros, aunque también reconocía que nuestra misma amistad había vuelto el sexo en algo tan adictivo, que no podemos pasar un solo día juntos, sin que nos pidamos un poco de cariño.
Su rostro se afirmaba fuertemente de mis mejillas, mientras la machacaba sin misericordia ni reposo. Sus pechos estaban húmedos con sudor y sus manos se afirmaban de mi trasero, pellizcando mis nalgas sin darme tregua.
Estaba llegando de a poco y ella se quejó un poco al sentirme rozar su matriz. Luego, otra vez. Otra vez más y a medida que empecé a prensarlo, me bajaron todos mis anhelos por embarazarla.
Más suspiros y quejidos suaves sobre mi cuello y sus pechos, adosados sobre mi tórax, mientras mi pelvis no tenía suficiente de sus incontenibles meneos.
La fricción de nuestros movimientos podía encender madera mojada y el rostro de mi esposa era de gozo pleno. Los besos que nos dábamos eran tan tempestivos, que a ratos secuestrábamos nuestras lenguas y las manteníamos atrapadas en nuestras bocas.
La estaba deformando y por ello, se deshacía. Mientras tanto yo sentía un ardor terrible y sus pechos pagaban el precio, con pellizcos y agarrones que la expandían más allá de la gloria.
Eventualmente, tuve que acabar, pero lo hice en su interior, a lo que ella respondió con un gemido magnifico y sentía cómo mis líquidos se vaciaban completamente en ella.
Para nosotros, el tiempo se detuvo y una clara evidencia era que ella me tenía atrapado con sus piernas, para así no dejarme escapar y con una mirada risueña, de la cual no paraba de besar.
Me abrazó y apegó su lindo rostro al lado del mío, afirmada como la más tierna de las monitas y quejándose de poquito a poquito, reposamos nuestros cuerpos fatigados uno encima del otro.
De hecho, tenía ganas de ir por una segunda ronda, pero con solo verla con esos ojitos mansos, me sentía más que satisfecho.
En un arrebato alocado de enamoramiento, le susurré al oído…
“¡Ay, Marisol! ¡Me encantaría que este año pasara volando!”
Ella rechistó y me miró a los ojos, confundida por mis palabras.
“¿Por qué?”
“Porque me gustaría volver a intentar… a ver si nos sale ahora un niñito…”
Tal vez, no sea el mejor de los momentos (en especial, cuando ya he vuelto a ser padre y espero conocer a mi nuevo hijo antes de navidad), pero Marisol es mi debilidad.
Es curioso verla avergonzada, habiendo acabado de hacer el amor, pero con cierta desesperación miró a los lados, insegura de lo que le había dicho…
“Pero… ¿Conmigo?... ¿Y si nos vuelve a pasar lo mismo?” preguntó, preocupada una vez más…
“Pues, yo salí igual a ella… y hasta el momento, no me quejo de la vida que tengo.” Respondí, sin perder el optimismo.
Ahí fue cuando se dio cuenta que la causa de sus temores pude ser yo y sus miedos se fueron convirtiendo en muestras de ternura.


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1 comentario - Siete por siete (182): Mariposas

ANDRSWuiL
WOW BN APORRTE
metalchono
Muchas gracias por comentar.