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El Maestro Pollero (Parte 8)

Mamá necesita un vestido nuevo, y como el buen hijo que soy la acompaño al centro comercial. Se prueba un modelito, y yo también pruebo algo que no había probado aún. ¿Para qué son los probadores? Pues para probar...





La cabalgada grasienta y salvaje con mi jefa suavizó su carácter durante el resto de la semana de forma notable. Canturreaba con más alegría durante el trabajo, me pedía las cosas "por favor" en lugar de darme órdenes tajantes e incluso, cuando su marido salía de la cocina, me guiñaba el ojo con picardía o me pellizcaba el culo.

La actitud del maestro pollero también era distinta, al menos para mis atentos ojos. Como le había ordenado, Lucinda lo estaba seduciendo con sus encantos caribeños, y en las miradas que don Fulgencio le lanzaba al cuerpo de la mulata la habitual lascivia se mezclaba con la anticipación. Sabía que iba a catarla, y la idea le entusiasmaba tanto que no pudo evitar compartirla conmigo, confiando en que la natural camaradería entre machos me haría guardar el secreto.

El miércoles por la noche, cuando estábamos solos en la cámara frigorífica seleccionando pollos crudos para el día siguiente, se me acercó en actitud conspiratoria y me habló en voz muy baja, mirando de reojo al pasillo por si aparecía doña Paca.

—¿A que no sabes quién me ha hecho esta mañana un mamazo del copón?

—¿Quién? —pregunté yo, sabiendo ya la respuesta.

—Lucinda. —Hizo una pausa, como esperando mi reacción, que fue una convincente mueca donde se mezclaban la sorpresa y la admiración—. Cuando la Paca fue a la farmacia a no se qué, me dijo que la ayudase a buscar unas facturas en el almacén.

—Sí, yo estaba con usted en la cocina cuando se lo dijo.

—Pues cuando entramos cerré la puerta, porque ya le notaba yo que quería guerra, y empecé a meterle mano. Follar no quiso porque decía que la Paca no iba a tardar mucho, pero se agachó y se puso a chupar como una campeona. Hasta se tragó la lefa, la guarra. Y espera que el lunes que viene hemos quedado en La Becerra y la voy a poner fina. Ya te contaré...

—Joder, jefe, qué suerte. Un pibón así no se pone a huevo todos los días.

—Ya te digo. La voy a poner mirando a La Habana, ¡ja, ja!

"Y yo estaré colgando de la fachada para verlo", pensé, saboreando ya la victoria.

*****

El resto de la semana no fue demasiado interesante. En mis escasas horas libres, mi padre estaba en casa, así que no podía continuar desactivando las defensas de mamá como me hubiese gustado. El jueves intenté repetir la artimaña del móvil y las fotos, pero el susto de la vez anterior la había acobardado, y tuve que conformarme con una visita rápida a media noche.

Ni siquiera habló. Entró en mi dormitorio, se desató la bata para que pudiese vislumbrar en la penumbra sus curvas en ropa interior (eso ya era un avance, aunque solo me dejó tocarle las piernas), me hizo una paja rápida y se fue a su habitación. Poco después escuché sus apagados gemidos a través de las paredes mientras mi padre le clavaba su misil intercontinental.

El viernes fue un poco más divertido gracias a Adelita, que pasó de nuevo la tarde en casa. Le regalé un paquete de sus galletas de chocolate favoritas, y la convencí para que se quitase la camisa y la falda, no fuese a mancharse y su madre se enterase de que había comido chocolate entre horas. La dejé tumbarse en la cama, y mientras engullía una galleta tras otra, le levanté las piernas y metí la verga ensalivada entre sus prietos muslos, más cerca de las rodillas que del chochito, para evitar la tentación de apartarle las bragas y metérsela. Por lo que yo sabía era virgen, y no quería arriesgarme a hacerle daño estando mis padres en casa.

Me conformé con la agradable sensación de su piel, refrescante al contacto con mi miembro repleto de sangre hirviendo, le hice cruzar las piernas para que apretase más y tras unos minutos moviéndome adelante y atrás me corrí en su vientre. No me importó nada que me llenase las sábanas de migajas.

*****

El sábado, sin embargo, pensaba que la semana terminaría sin mayor novedad y se me presentó una oportunidad que no desaproveché.

Cuando llegué del trabajo, a eso de las cinco de la tarde, mis padres estaban discutiendo. No lo hacían a menudo, pero cuando sucedía mi madre llegaba a enervarse tanto ante la actitud siempre serena de su marido que sus gritos se escuchaban en toda la casa y algún objeto volaba por la habitación. Yo no solía meterme en sus broncas, a no ser que pudiese sacar provecho, como era el caso.

En el salón, mi padre estaba tirado en su butaca, viendo un partido de fútbol de segunda división, y mamá estaba de pie frente a él, con los brazos en jarras y el rostro encendido.

—Desde luego... ¡Es que no se puede contar contigo para nada!

Llevaba puesto un albornoz verde claro, estaba descalza y al pasar junto a ella y darle el rápido beso en la mejilla que siempre le daba al llegar a casa, percibí en su olor que acababa de ducharse. Se había recogido el pelo en una trenza corta y gruesa, señal de que tenía intención de salir a la calle.

—Pero, mujer... —dijo mi padre, en ese tono condescendiente que ella odiaba—. ¿Pero hace falta ir tan temprano, con el calor que hace todavía?

—Si vamos temprano que hace calor, si vamos tarde que hay mucha gente... ¿Pues cuando entonces?

—Cuando acabe el partido, ¿vale?

—¡Sí, claro! Como si yo fuese tonta y no supiese que después de ese partido hay otro, y empezarás otra vez a quejarte.

—Pues vamos mañana, ¿qué más da?

—Mañana domingo, claro, que es cuando va todo el mundo y está a rebosar.

Las mejillas de mamá enrojecían cada vez más, y su pie descalzo golpeaba el suelo con impaciencia. Incluso se habían dilatado los orificios de su pequeña nariz, una muy mala señal para cualquiera que estuviese en la misma habitación.

—¿Pero qué es lo que pasa? —pregunté yo, mientras volvía de la cocina con una lata de refresco.

—Nada, hijo, que tu madre quiere que la lleve a El Carril a comprarse un vestido para la boda de tu prima, que no es hasta la semana que viene, y tiene que ser ahora —explicó mi padre, en un tono de resignación que irritó aún más a su esposa.

El Carril era un centro comercial situado a varios kilómetros del pueblo, cerca de la capital, de esos que tienen multicines, un enorme supermercado y numerosas boutiques, zapaterías, etc. La posibilidad de pasar un rato a solas con mamá, aunque fuese en público, hizo que se esfumase el cansancio de mi cuerpo.

—Termina de vestirte, mami, que yo te llevo —dije guiñándole un ojo, cosa que despertó su recelo. Ya me conocía bien, y sabía que me proponía algo.

—¿Tú? Pero... estarás cansado, hijo.

—Qué va. Esta mañana no ha habido mucho movimiento en la pollería. Y además yo también quiero ir al Carril a mirar un par de cosas.

Me miró entornando los ojos y ladeando un poco la cabeza, buscando algún argumento para librarse de mi compañía. Que todavía se mostrase tan reticente, a pesar de mis pequeñas victorias desde que regresé de la costa, me enfadó un poco. Iba a insistir, pero mi padre acudió en mi ayuda sin proponérselo.

—Deja que te lleve el niño, anda. Y así de paso coge el coche, que no lo ha movido del sitio desde que llegó y eso es malo para el motor.

Resignada, mamá soltó el aire por la nariz, se colocó el albornoz con ese gesto tan característico suyo cuando estaba alterada, y fue a vestirse mientras yo me daba una ducha rápida. Salimos a la calle, donde el bochorno nos golpeó sin piedad. Mi madre y yo siempre hemos sido de esas personas a las que no afectan demasiado las condiciones climáticas, y no nos importaba salir en lo más ardiente del verano o bajo una intensa nevada.

Cuando se subió al coche la miré detenidamente desde mi asiento, con una sonrisa de sátiro que le hizo soltar un suspiro de impaciencia. Llevaba un vestido veraniego muy alegre, estampado con florecillas blancas y moradas, sin mangas y de una longitud que al sentarse dejó a la vista al menos un palmo de sus muslos. La tela se ceñía a las anchas caderas y a los pechos, tanto que cuando encendí el aire acondicionado no tardó en aparecer el relieve sutil de sus pezones.

—Deja de mirarme así y arranca, que se nos va la tarde y tú tienes que trabajar luego.

—Es que estás muy guapa. Bueno, como siempre —dije, acelerando hacia la salida del pueblo.

—No empieces con las zalamerías. Y las manos quietas, ¿eh?, no vayamos a tener un accidente —dijo ella, apartando cuanto podía las rodillas de la palanca de cambio y, por consiguiente, de mi mano.

—Joder, no estés tan nerviosa, que no te voy a violar en el asiento de atrás como el taxista ese.

La broma no le hizo ninguna gracia. Obviamente todavía se acordaba demasiado de lo ocurrido durante mi primera mañana en el pueblo, cuando perdí la cabeza y casi la poseo contra su voluntad en la mesa de la cocina.

—¿Qué taxista? —preguntó.

—Ese que salió en las noticias. Se llevó a una clienta a un descampado y la violó.

—¡Anda ya! Eso te los estás inventando.

—Que no, que no. Fue en la capital, hace un mes o así. Seguro que a más de una le gustaría haberse encontrado con un taxista así que le diese una alegría para el cuerpo.

—¡Ulises! No digas bobadas. Y mira a la carretera, haz el favor.

Pensé en la posibilidad de desviarme hasta la arboleda del cementerio u otro lugar discreto, pero mamá estaba demasiado tensa. Un par de horas viendo escaparates y comprando seguro que suavizaban su humor, y tal vez el camino de vuelta fuese más placentero.

En el aparcamiento de El Carril apenas había dos docenas de coches, así que pude aparcar cerca de la puerta y nos refugiamos de inmediato en el refrigerado interior del enorme centro comercial.

—Si quieres vete a mirar lo que tengas que mirar y quedamos aquí en la entrada —me propuso.

—No, yo voy contigo, no te vayan a secuestrar.

Hizo otro de sus gestos de exasperación, pero esta vez no pudo evitar una leve sonrisa. La seguí de escaparate en escaparate, hinchándome de orgullo cada vez que algún hombre, y hasta alguna mujer, le miraba con disimulo el trasero, las piernas o el escote. Al fin entró en una tienda, donde una dependienta más o menos de mi edad la saludó con fingida amabilidad y comenzó a enseñarle trapitos a la posible clienta. Yo me dediqué a caminar por el establecimiento mirando los vestidos, imaginando cómo le quedarían a mamá algunos de ellos, sobre todo los más cortos y escotados.

Le eché un vistazo a la dependienta, alta y delgada, con el pelo rubio de bote y demasiado maquillaje. Era de las que te pueden hacer pasar un buen rato en los servicios de una discoteca o en la arboleda del cementerio, pero poco más. No la miré por segunda vez y volví a concentrar mi deseo en quien realmente lo merecía.

Mamá tardó unos diez minutos en escoger un vestido, lo llevó hasta el pasillo donde estaban los probadores y desapareció. Yo me acerqué, como quien no quiere la cosa, y estiré el cuello para echar un vistazo dentro. Era un corredor poco iluminado, con tres puertas a un lado y varias cajas llenas de perchas al fondo, junto a un maniquí desmontado de aspecto bastante macabro.

—Perdone —dijo una voz estridente a mi espalda.

Al volverme me encontré con el rostro desabrido y anguloso de aquella petarda patilarga, mirándome con una superioridad que me puso enfermo.

—Perdone, pero no puede entrar a los probadores.

—¿Eh? No voy a entrar, solo estaba...

En ese momento, mientras mi mente se esforzaba por encontrar las palabras precisas para justificar mi conducta y al mismo tiempo humillar un poco a la estúpida dependienta, otra voz, mucho más agradable, apareció desde la penumbra del pasillo.

—No te preocupes, viene conmigo —dijo mi madre.

—Sí, ya lo sé, pero...

—Anda, ven un momento y me dices que tal me queda.

Dicho esto, y dejando a la rubia de bote plantada en el sitio, me agarró del brazo con suavidad y me condujo hasta el estrecho habitáculo, mejor iluminado que el pasillo y con un espejo cubriendo una de las paredes. Cerré la puerta tras de mí, echando el pestillo, y me volví hacia mi madre, quien me fulminaba con su mirada y me premió con una colleja.

—¿Pero es que no te puedes estar quieto? —me regañó, como si tuviese cinco años.

—Solo quería ver cómo te quedaba —me excusé, mirándola de arriba a abajo.

Y le quedaba muy bien. Era un vestido de una sola pieza, bien ceñido a sus mareantes curvas, de un agradable verde claro y más escotado que las prendas que solía llevar a diario. La visión del prieto canalillo y el inicio de los rotundos pechos apretándose bajo la tela hacía que hubiese merecido la pena colarme allí.

—Deja de mirarme el escote y dime cómo me queda —dijo, en un apremiante susurro.

—Como un guante.

—¿De verdad?

—De verdad. Estás preciosa. Cuando llegues a la boda se la vas a poner dura hasta a el novio.

Eso me hizo ganarme otra colleja, pero los cumplidos habían apaciguado un poco su mal humor. Se dio la vuelta hacia el espejo, satisfecha, se alisó el vestido en torno a las caderas y yo me recreé mirando sus nalgas y el trozo de espalda que dejaba la prenda a la vista.

—Pues me lo llevo. Es un poco caro, pero para una vez que me compro algo...

—Dí que sí, mami. Te lo mereces.

—Anda, deja ya de camelarme y sal fuera, que lo pago y nos vamos.

Se quedó mirándome, como si esperase algo, y yo no me moví del sitio, con la espalda apoyada en la puerta.

—¿A qué esperas? Me voy a cambiar.

—Pues cámbiate.

—Ulises, por favor...

—¿Te ayudo a quitártelo? —pregunté, mirándola a los ojos. Agarré con suavidad los anchos tirantes del vestido nuevo y los hice deslizarse sobre sus tersos y redondeados hombros, obligándola a sujetarse la prenda contra el pecho para que no cayese al suelo.

—Hijo, aquí no... Por lo que más quieras...

—Lo que más quiero eres tú.

Me incliné y cubrí sus labios con los míos. Esta vez me permitió disfrutar durante unos segundos de la indescriptible sensación de su lengua entrelazándose con la mía, pero no tardó en apartar la cara y retroceder cuanto pudo, que no era mucho. Su espalda se encontró con el espejo del probador y al mirarla de nuevo vi que mi declaración le había afectado. Apenas quedaba enfado en sus ojos brillantes, que danzaban entre el miedo y la excitación.

Le aparté con ternura los brazos del pecho, sujeté el vestido y se lo saqué por los pies, para colgarlo en su percha. Suspiró profundamente al verse en ropa interior, un bonito conjunto amarillo claro con sutiles encajes, sola en un espacio tan pequeño conmigo y con el demonio que palpitaba contra la tela de mis tejanos, ansioso por salir al exterior.

Me arrodillé despacio, besando por el camino su pecho y su vientre, oyéndola murmurar algo ininteligible (conociéndola, puede que estuviese rezando), hasta que llegué a la altura de sus braguitas y la obligué, sin brusquedad pero con energía, a separar un poco las piernas. Comencé a darle lentos lametones a la tela amarilla, sintiendo a través de ella los pliegues carnosos de su sexo, y viendo como la tela se volvía cada vez más transparente al mezclarse mi saliva con la humedad que, muy a su pesar, comenzaba a extenderse al otro lado.

—Ya está bien... la dependienta... —la escuché decir, con un hilo de voz.

—Que le den a la dependienta.

Aspiré su olor, como un cerdo buscando trufas, y aparté la tela empapada. Su clítoris era como una perla roja que mi lengua y mis labios mimaron tanto como ella me había mimado a lo largo de su vida, intercalando también algunos momentos de disciplina y castigo en forma de cuidadosamente medidos mordiscos. La escuché gemir, y por un momento no supe si era placer o realmente estaba llorando, o una mezcla de ambas cosas.

Por lo que había podido ver, mi padre no era muy aficionado a las labores orales (a realizarlas, porque las recibía sin quejarse), y si alguna vez se había bajado al pilón de su esposa debía de hacer mucho tiempo. Al cabo de un par de minutos noté las manos de mamá acariciándome el pelo, estrujándolo hasta hacerme daño cuando los movimientos de mi lengua se volvieron frenéticos e introduje los dedos en la empapada fuente de la vida. Se corrió en silencio, apretando los dientes y luchando por no gritar de placer. En el momento del clímax levantó una pierna con movimientos espasmódicos y me la puso sobre el hombro, clavándome el talón en la espalda una y otra vez al ritmo de sus incontenibles espasmos.

Me puse en pie, con los pantalones y calzoncillos por las rodillas, y besé una y otra vez su rostro enrojecido y húmedo por las lágrimas. Ella respiraba como si acabase de correr una maratón, y ya no tenía fuerzas para apartarme cuando puso las manos en mi pecho. Froté la punta de mi verga, más dura que el brazo de un maniquí, contra el vello de su entrepierna, tupido y de un brillante castaño claro, separando las piernas cuanto me permitían los pantalones y flexionando las rodillas para compensar la diferencia de estatura. Encontré la tan ansiada puerta y me dispuse a atravesarla...

Justo en ese momento, el sonido de dos cacareantes voces femeninas irrumpió en el pasillo de los probadores. Mamá abrió mucho los ojos, presa del pánico, y recuperó las fuerzas para apartarme de un empujón que casi me hace caer de culo. Vi como cogía su ropa para vestirse e intenté impedírselo agarrándole la muñeca.

—¡Ya está bien! —dijo, en voz muy baja pero enérgica— ¡Vámonos de aquí, por Dios!

—De eso nada... Venga, joder, que no nos oyen...

La incesante cháchara de las dos mujeres desconocidas se interrumpió, como si quisieran escuchar lo que pasaba en nuestro habitáculo. Con los labios apretados y los ojos a punto de saltarle de las órbitas, mi madre me ordenó guardar silencio con un gesto, y sin duda no me dio una soberbia colleja porque se habría escuchado en todo el centro comercial. Se vistió en segundos, cogió su vestido nuevo de la percha y salió al pasillo.

Con un calentón inenarrable y un cabreo de mil cojones, me subí los pantalones, conté hasta diez y salí también. En el probador vecino, una cuarentona me miró desde el interior, mientras su amiga, que esperaba fuera, se apartó para dejarme pasar, con las cejas levantadas y una sonrisa maliciosa en los labios. Por suerte no eran del pueblo, y seguramente solo pensaron que aquella señora de la trenza rubia que acababa de pasar tan acalorada tenía un joven amante y se lo había tirado en el probador.

Muerta de vergüenza, mi madre pagó el vestido sin mirar a la cara a la dependienta y nos fuimos de inmediato, directamente al coche.

—Vamos a casa —dijo en cuanto se sentó.

—Y una mierda a casa. Vamos a la arboleda... o a donde sea, pero no me voy a quedar así —respondí, resoplando de pura excitación.

—Vamos a casa, y no hay más que hablar.

—Pero...

Sin dejarme replicar, se volvió hacia mí y me cogíó la mano entre las suyas, mirándome con dulzura, todavía arrebolada y con los ojos húmedos.

—Ulises, has dicho que me quieres, ¿no?

—Pues claro que te quiero, mami, por eso...

—¡Calla un poco y escucha! Si me quieres ten paciencia, y no pretendas hacérmelo de cualquier manera, en un probador, o en la parte de atrás del coche... como si fuese una golfa cualquiera. Ya sabes que esto no es fácil para mí, hijo.

No se me ocurrió una mierda que decir. Mientras se retorcía de gusto con mi lengua entre las piernas no pareció importarle estar en un probador, como una golfa cualquiera, pero no fui capaz de echárselo en cara. Respiré hondo para calmarme y asentí, domado por la calidez que fluía de sus ojos claros.

—Bien... Vamos a casa.


Continuará...

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