Soledad 5

SOLEDAD V


Definitivamente, decidí no llamar a Carolina, la amiga de Soledad. La verdad, no me atraía para nada la idea de hacer las veces de Profesor de artes amatorias. Y para ser sincero no creo que me hubiese alcanzado para atender a ambas. Un día, café por medio, lo hablé con Sole y me entendió perfectamente, o hizo que me entendía y nunca más volvimos a hablar del tema. Creo que comprendió que era una barbaridad la propuesta y que para mi era una situación nada cómoda, pese a que como se dieron las cosas, podría haber actuado en contrario, habida cuenta que mi ego estaba de lo más exaltado.

Esta negativa de mi parte, no empañó para nada nuestra relación que seguía transitando sus rumbos naturales, si es que así podía llamárseles. No obstante, hacía unos meses que notaba algunas diferencias. Por ejemplo, que Soledad aceptaba ir a bailar con sus compañeros de Colegio con más asiduidad que antes. De un si cada tres, cuatro o cinco invitaciones, pasó a ser una si y una no, casi imperceptiblemente. No me molestaba en absoluto, pero me iba demostrando lo traído de los pelos que era nuestro vínculo.

Esto no tiene que nada ver con celos, pues la gran mayoría de las veces que iba a bailar, hacía la misma triquiñuela de decirle a su madre que se quedaba a dormir en lo de Romina y venía a casa, pero me iba, lentamente, dando la pauta que comenzaba a hacerse ostensible la diferencia de edades.

Vistas las cosas con objetividad, cosa que, sin pecar de presuntuoso, me distingue, nuestros caminos, lejos de correr paralelos, tendían a separarse, inevitablemente. Y no estaba en mi, desde ningún punto de vista, tratar de cambiar las cosas en ese sentido, pues siempre, la más perjudicada en ese caso, sería ella. Le faltaba mucho por conocer, muchas cosas por vivir, que nunca conocería conmigo. Inexorablemente, más tarde o más temprano, cada cual seguiría su camino con rumbos opuestos. Esto lo tenía totalmente en claro. Tal vez por eso disfrutaba tanto de nuestra relación. Siempre como si fuera la última vez.

Mientras tanto, seguíamos con lo nuestro, que funcionaba muy bien. No solamente en la cama. Le enseñe a Soledad con mis pocos conocimientos sobre el tema, a degustar un rico vino o un champagne. Con el tiempo se convirtió en una magnífica bebedora. Sabía distinguir perfectamente entre un buen vino o un buen champagne y uno de medio pelo. Debo decir que hice un poco de trampas, pues induje sus gustos al vino tinto y al champagne Extra Brut, que son los que más me gustan a mi. Otro tanto sucedió con la música. Como tengo una marcada tendencia a escuchar música cantada en mi idioma, pasó lo mismo que con las bebidas. Me reía mucho cuando alguna vez en la ducha la escuchaba cantar o tararear algún tema de Sabina, uno de mis preferidos.

De alguna forma, sin quererlo, fui modelando a Soledad a mis gustos y costumbres, excepto una. No podía levantarse temprano. Cuando venía a dormir a casa, aunque hayamos tenido una sesión de sexo extenuante, yo estaba levantado casi con la salida del sol. Pero ella no podía despegar de la cama hasta por lo menos, pasadas las diez o las once. Lo cual no me disgustaba en absoluto. Muy por el contrario. Por un lado disfrutaba muchísimo viéndola dormir, la mayoría de las veces desnuda y sin cubrirse demasiado y por el otro, que llegada la hora en que sabía que estaba por despertar, me acercaba al borde de la cama con unos mates y unas tostadas o mejor dicho "quemadas", que así era como le gustaban y pasábamos un momento gratísimo. Muchas veces, teníamos una despedida a toda orquesta, de corta duración, pues debía volver a su casa para no levantar sospechas.

Tuvimos la suerte, también, de que jamás quedara embarazada. Cuando lo nuestro llegó a solidificarse, si es que así se puede llamar, visitó un ginecólogo y comenzó a tomar pastillas anticonceptivas. Es verdad que yo la induje, pero no es menos cierto que ella tomó las cosas con muchísima naturalidad y decisión. Creo que ambos, aunque no lo mencionáramos, teníamos la certeza del cariz de nuestra relación. Y, cosa que hoy me sigue asombrando, nunca nos descubrieron. Transcurrido mucho tiempo, sólo conocían nuestro vínculo, Romina, que continuaba siendo cómplice y por supuesto, Carolina, con todos los detalles. Y jamás nos encontramos con algún conocido mío.

Hoy, habiendo pasado unos cuantos años, creo que ambos estábamos enamorados el uno del otro. Pero ninguno perdió la objetividad para no ver que era imposible y a la vez efímero. Aunque de cualquier modo, fue bastante prolongado, pero con la salvedad, que hoy, con los años transcurridos, se ve claramente, que estaba basado exclusivamente en el sexo, pues no teníamos otra posibilidad.

Por ejemplo, en épocas de examen, muchas veces Soledad decía que iba a estudiar con algún compañero y venía a casa. Yo le hacía café, mate y la ayudaba a estudiar. Me sentía un poco incómodo, pues me daba la sensación de ser su padre. Una vez que terminaba de estudiar, teníamos, generalmente, unas sesiones de sexo maravillosas, donde se desvanecía mi sensación paterna. Por lo menos durante esos momentos.

No obstante que nos sentíamos muy bien el uno con el otro, no sé cuando ni por qué, pero estaba madurando dentro mío la idea de romper con Soledad. Se puede decir que la había visto crecer. La conocía desde sus dieciocho años. Actualmente tenía veinte . Lo que aprendió de mi le sirvió para mejorar, según sus propias palabras, una enormidad su relación con la madre y sus hermanos menores. Aunque ella mencionaba otras cosas, yo creo que lo que pude enseñarle, lejos de favorecerla, le jugaba en contra.

Casi no escuchaba la música que es común que escuchen y bailen los chicos de su edad. Conocía muy bien, como ya dije, un vino, un champagne, que no eran bebidas consumidas en los lugares que podía frecuentar. Hasta una vez no sé cómo hizo para arreglárselas, pero debió mentir, porque en una reunión familiar se manifestó en contra del vino con el que acompañaban la comida, diciendo que para la misma, era mejor otra variedad. Según me contó, cuando se expresaba todos abrían los ojos asombrados de sus conocimientos etílicos, a lo que tuvo que responder con una evasiva arguyendo que en casa de unos amigos había aprendido lo que sabía de vinos. Y no me extrañó para nada que haya sabido salir de ese atolladero, pues tenía la particularidad de macanear de tal forma que hasta le hubiesen creído que era la autora de la Teoría de la Relatividad.

En fin, esto me estaba poniendo un poco incómodo, pues veía con cierta preocupación, que el tiempo que Soledad pasaba junto a mí, era tiempo que no pasaba con sus iguales, que era, precisamente, con quienes podía modelar su futuro. Y entre mi condición de solterón empedernido y mi edad, ya casi cuarenta y cinco, me daba la sensación de estar alejándola de su verdadero destino.

Todas estas cavilaciones creo que no eran sólo patrimonio mío. A Soledad también, aunque no lo conversábamos, le daba vueltas en su mente. Y algunas cosas me iban dando la pauta que compartíamos nuestros pensamientos. Por ejemplo, dado que su situación económica había florecido, ya que al crecer sus hermanos también trabajaban, se podía permitir ciertos pequeños lujos. En una oportunidad, salimos a cenar y traía puesto un jean que hacía poco había comprado, cosa que me llamó la atención, pues desde que nos conocimos, la ropa que tenía, generalmente debía contar con mi aprobación. Este fue otro hecho que me iba dando pautas del rumbo que iba tomando nuestro vínculo.

No hace falta mencionar que nada de esto se dejaba ver en la cama. Seguíamos teniendo un sexo maravilloso. Incluso teníamos una química tan llamativa, que asombrosamente, cuando Sole estaba en "esos días", no tenía ningún reparo dejarme entrar por su segundo paraíso, obteniendo unos orgasmos de lo más satisfactorios. Era digno de admiración, cómo se distendía y no exagero ni un ápice si digo que se lubricaba. Fueron muy pocas las veces que tuvimos que recurrir a lubricantes no naturales, como cuando estrenamos esa alternativa de placer. Y lo mejor venía unos días después. Cuando, con los deseos acumulados, podíamos hacer uso de sus dos paraísos. Por lo general eran capítulos memorables.

Pero esto no mermaba lo que interiormente, puedo decir, sin temor a equivocarme, sentíamos ambos: nuestra relación, lenta pero inexorablemente iba llegando a su fin. A Sole le hacía falta comenzar a conocer la vida junto a un par y no de la mano de un veterano curtido y encima solterón empedernido.

No sé si presentía que el desenlace estaba a punto de producirse o la escena que preparé lo precipitó, pero lo cierto es que un sábado por la noche, de los que Sole le decía a su madre que se quedaba a dormir en lo de Romina, vino a cenar a casa, pero le pedí expresamente que llegara sobre la hora, con el objeto de agasajarla con una linda cena y un ambiente romántico. La excusa fue que había recibido una llamada de Jorge, desde Barcelona, avisándome que había recibido los últimos dólares que me faltaban para completar el pago del BMW. Ahora, podía considerarlo de mi propiedad.

Preparé conejo con una salsa de vino blanco, y una ensalada de espinaca y hongos para acompañarlo. No habría entrada. Directamente al plato principal. Y el postre frutillas con crema, cuya primera porción comeríamos en la mesa y la segunda, casi con seguridad, uno en el cuerpo del otro. Y, extrañamente por primera vez desde que salíamos, acompañaríamos la comida con champagne. Para lo cual me esmeré no solamente en la comida, sino en la presentación de la mesa, revisando mas de una vez cada detalle y, merced a asestarle un duro golpe a mi tarjeta de crédito, también presté mucha atención el champagne, que fue uno de origen francés, si bien no de los mejores, superaba largamente los nacionales de mejor calidad. Y para completar la escena romántica, como presagiando un final, al momento de sentarnos a la mesa, apagué las luces y prendí dos velas, una a cada extremo, de esas redondas y pequeñas, flotando en una copa de sidra, en agua que había coloreado de rojo.

Cenamos espléndidamente. Todo estaba delicioso. Antes de comenzar a cenar, brindamos y esa botella se acabó junto con el primer plato. Y la segunda apenas llegó con vida hasta que degustamos el último bocado de un conejo que pese a no ser la primera vez que lo preparaba, fue la que más rico estaba. Soledad disfrutó muchísimo las atenciones que le prodigué durante toda la velada. Y creo no equivocarme si digo que su bienestar por dichas atenciones, fue lo que motivó que el postre no lo degustáramos en la mesa. Todo comenzó con una frutilla que no estaba cortada.

Esta no la cortaste, papi...- dijo Sole, al tiempo que se levantaba de la mesa, daba la vuelta a su alrededor y se acercaba a mi con la frutilla mordida y asomando la otra mitad fuera de su boca, incitándome a comerla allí mismo.

Está demás decir que accedí a su proposición y nos fundimos en un apasionado beso mientras saboreábamos la frutilla. Se terminó la cena. Ese beso llamó a otro, largo caliente y con sabor a frutilla aún. El siguiente de la boca pasó al cuello y de allí al lóbulo de su oreja, que, según me confesara alguna vez, la excitaba muchísimo.

Pero las frutillas no eran con crema ? – Me recriminó con esa sonrisa que tanto me gustaba, al tiempo que con la cuchara tomaba una porción y la depositaba en mi boca, para hacer lo propio con la suya.

A continuación y antes que la crema se perdiera nos volvimos a besar largamente, disfrutando la mezcla de sabores. En tanto yo comenzaba a acariciarla por debajo de su camisa y al mismo tiempo iba desprendiendo los botones uno a uno.

Cuando llegué al último, la senté en mi falda y mirándonos nos besamos nuevamente, aprovechando para tomar crema con mis dedos y al terminar el beso, untarla suavemente en sus pechos, notando ya la erección de sus pezones. Una vez untada toda la crema, la degusté con lentitud desde ese maravilloso recipiente aumentando su excitación, que se iba manifestando con sus gemidos y con la forma de presionarme contra sus tetitas. Al terminar, se arrodilló, sacó mi erección aprisionada en mi jean, le untó crema y comenzó una tarea oral espectacular, que por poco hace que me derrame en su boca.

La llevé al sillón, acerqué las frutillas y la crema y la desvestí totalmente deleitándome con su maravilloso cuerpo mientras la sentaba y levantaba sus pies para hacerlos objeto de mis mimos y caricias. Lentamente fui llegando a sus rodillas, sus muslos y me detuve alrededor de su almejita, que estaba desbordante de jugos mostrando claramente su excitación. Cuando ella esperaba que mi lengua se dedique a su tarea específica, tomé dos o tres medias frutillas, y con suma delicadeza las fui colocando en el lugar en el que ella esperaba que deposite mis caricias. Me miró con asombro y lujuria. La besé en la boca suavemente y luego comencé con la lengua, a retirar los trozos de frutillas, llevármelos a la boca y besarla, disfrutando la mezcla de sabores y humores en cada beso. Ni bien Soledad se percató de mis intenciones, contraía su canal, de tal manera que se me hiciera menos dificultosa la tarea de extraer de su interior los trozos de frutilla. Entre sorprendida y excitada, cuando terminé con la primera tanda, ella acercó el recipiente para que repitiera la maniobra, cosa que hice inmediatamente y ya con más destreza, no sólo degusté una buena porción de postre sino que logré que alcance un orgasmo fenomenal, que terminó con una rápida penetración a requerimiento suyo sin moverme y con sus piecitos en mi boca, gozando de hacerlos objeto de mis mimos.

Con el último suspiro producto del clímax, comenzó a contraer su canal, como sólo ella sabía hacerlo, pidiéndome que no me mueva. En pocos minutos, merced al voltaje acumulado y a las maravillosas maniobras de su interior, la inundé con lo que los besos, caricias y mimos previos me hicieron acumular, mientras mis labios y mi lengua se deleitaban con sus adorables piecitos.

Casi en silencio nos levantamos y fuimos a ducharnos, para quitarnos los rastros de nuestras maniobras previas con frutilla y crema incluidas. Como siendo dueños del tiempo, disfrutamos del baño y así como estábamos, sin secarnos, fuimos al dormitorio, que al estar con las ventanas abiertas, dejaba entrar la luz del exterior, como para permitirme gozar viéndola a Soledad desnuda, ya excitada nuevamente, al igual que yo y con el cabello mojado.

Nos dimos un beso largo y húmedo y sin separarnos nos dejamos caer en la cama, donde seguimos con los besos, las caricias y los mimos. Inconscientemente, queríamos eternizar este momento, como previendo ambos, el final.

A medida que trascurrían las caricias, los besos y los mimos, iban tomando características más eróticas con el consecuente paso de la sensualidad al terreno de lo sexual. Estábamos otra vez en puro celo y comenzábamos a acariciar las partes que ambos conocíamos del otro, y más lo encendían, para unos minutos después, naturalmente, ubicamos para que nuestras lenguas den y obtengan placer con las partes más sensibles de cada uno. Allí corría con una pequeña ventaja, pues conocía tan bien a Soledad, que cuando temía llenar su boca con mi descarga, tomaba su clítoris entre mis labios y ella tenía que desalojarme, por el gran placer que recibía, dándome a mi un pequeño lapso para reponerme y seguir conteniéndome. Así lograba que Sole casi se siente sobre mi boca, teniendo libre acceso a su cola, en la que me detenía para otorgarle una catarata de placer, incluso arrancándole un orgasmo solamente jugando con mi lengua en ella.

Después que sus estrógenos fluyeron, merced a mi tarea lingual, fue directamente a sentarse sobre mi, realizando una penetración lenta y placentera para ambos. Una vez que me tuvo completamente dentro suyo empezó con los movimientos de sube y baja y circulares, haciendo que me las viera en figurillas para no llenarla con mi excitación. Y cuando llegaba a su orgasmo, abrió los ojos y sin decir palabra, con esa mirada que yo conocía tan bien, me pidió que ya no me contenga más y se extendió encima mío, besándome y a la vez comenzando con sus contracciones internas, hasta que prácticamente al unísono yo llenaba su almejita de mi y ella bañaba mi vientre con sus fluidos.

Así nos quedamos, prolongando el beso y abrazados. Después de un buen rato en silencio, volvimos a la ducha, pero esta vez lo hicimos más rápidamente y nos secamos el uno al otro. Soledad tiró la toalla al piso, se arrodilló y dio comienzo a una tarea oral memorable que, para mi asombro, logró ponerme nuevamente en acción, para luego pararse y llevarme de la mano a la cama.

Se sentó y con sus labios y sus manos siguió maniobrando sabiamente hasta que luego se colocó a lo largo de la cama llevándome encima suyo para besarme. Después, fui bajando muy despacio, explorando cada rincón con mi lengua y mis labios, logrando encenderla nuevamente. Estábamos los dos, como cuando comenzamos el juego de las frutillas con crema. Cuando llegué a su almejita, que ya estaba pletórica de jugos, me dediqué enteramente a ella, rindiéndole pleitesía a cada pliegue y deteniéndome largamente en su botón del placer, para hacerlo objeto de todas mis recursos amatorios, hasta que Soledad explotó en un orgasmo, permitiéndome gozar del sabor de sus humores que manaban en abundancia.

Seguí recorriéndola, ahora más lentamente, como a ella le gustaba, hasta que noté el relax propio de esos momentos. Aproveché para levantar sus piernas y atender delicadamente el intersticio entre sus dos paraísos, en tanto sus contorsiones, producto del placer, me lo permitían. Así llegué a la cola, prodigándole caricias con mi lengua muy despacio, y sin aviso comencé a moverme con rapidez hasta notar cómo Soledad se aferraba a las sábanas y gritaba, haciéndome saber que nuevamente alcanzaba el clímax.

Sin que Soledad hiciese nada yo estaba a punto de explotar. Era tal el grado de excitación que me producía verla gozar de ese modo. En algún momento de lucidez durante esa noche de lujuria y placer, noté que ambos estábamos de lo más excitados y gozábamos en grado superlativo. Me atrevo a decir, como si fuera la última vez.

A continuación me acercó para besarnos largamente en la boca y en un instante, casi sin darnos cuenta, nuestros instintos nos llevaron a enfrentar nuestros sexos y naturalmente nos movimos hasta que me condujo a su interior. Suavemente fui entrando, en tanto ella levantaba las piernas para rodear mi cintura y lograr una profundidad y un placer sin igual. Moviéndome al compás que con sus piernas me iba marcando Soledad, logré que tenga otro orgasmo prolongado, silencioso y aferrándose con sus manos a las sábanas y sus piernas a mi. Inmediatamente debí salir de su interior para evitar tener el mío, no sin prodigarle besos y caricias por doquier.

Aprovechando esto, levanté un poco más sus piernas, hasta poner sus piecitos en mi boca y volver a deleitarme acariciándolos de la forma que yo sabía que a ella más la encendían y en poco tiempo logré mi cometido. Al querer ingresar a su edén abrió los ojos para mirarme como sólo ella sabía hacerlo y con un hábil movimiento dejar mi erección apoyada en su cola. Al mismo tiempo que me miraba casi suplicante para que ingrese por allí, se movió de tal manera que del apoyo pasé a estar imperceptiblemente dentro suyo. La sonrisa con que respondió me dio la pauta que estaba en el punto sin retorno. Entonces, mientras seguía besando los dedos de sus piecitos, muy pausadamente comencé mi ingreso, haciendo las delicias de Soledad que comenzaba a cerrar sus ojos y a aferrarse nuevamente a las sábanas en señal de goce.

Una vez que estuve completamente dentro suyo, comenzamos a movernos rítmicamente, muy despacio saliendo casi por completo, para volver a ingresar hasta el final. No creo pecar de petulante si digo que Soledad tuvo por lo menos dos orgasmos que manifestó con gritos durante estos movimientos amatorios. Fue entonces que abrió los ojos y en nuestro particular idioma de miradas durante el sexo, supimos los dos que era el momento de tener el nuestro juntos. Para lo cual aceleré mis movimientos y en pocos minutos Soledad volvía a gritar, exteriorizando su placer, mientras yo dejé de contenerme para colmar su interior con mi simiente.

Habíamos tenido un placer fenomenal uno del otro. Alcanzamos juntos nuestro último orgasmo, cosa que no es demasiado habitual y sin embargo y pese a la penumbra, pude percibir claramente lágrimas en Soledad, que brotaban profusamente, cayendo a cada lado de su cara, con lo ojos aún cerrados. Salí de su interior, me recosté a su lado, abrazándola muy fuerte y ella se pegó a mi como para prolongar el abrazo. Ninguno dijo una sola palabra. Soledad seguía llorando en silencio, profusamente, pero ni hablamos, ni nos miramos a los ojos. Estuvimos así abrazados un buen rato pero ella no dejaba de llorar. La alcé y la llevé a la ducha. Seguía sin abrir los ojos. Esperé que la temperatura del agua fuese la de nuestro agrado y la deposité bajo el agua mientras la abrazaba y la acariciaba. Cuando noté que mermaba su llanto, me separé para pasar jabón por todo su cuerpo, lentamente, a modo de masajes. Entre el agua, el jabón y los mimos, fue cesando el llanto y cuando ambos finalizamos la ducha, la besé suavemente dándole a entender que sabía los motivos de sus lágrimas. No hacía falta explicación.

La envolví en una toalla, la alcé y la dejé sentada en el sofá, mientras calentaba café para los dos. También envuelto en una toalla y sendos cafés en mano me senté junto a ella y le ofrecí el suyo. Mientras ambos tomábamos y todavía sin emitir una sola palabra, subió sus piecitos sobre le sofá, ofreciéndomelos. Mientras tomaba mi café mimaba los piecitos de Soledad. Terminó el suyo, abrió bien sus ojos, me miró con un dejo de tristeza para decirme:

-Tenemos que dejarnos, Papi...- Y comenzó a lagrimear nuevamente.

Inmediatamente la atraje hacia mi y la besé suavemente en los labios y la abracé con fuerza. No me gustaba para nada verla llora así. Y confieso que como fui criado con el estigma de que "Los hombres no lloran", no lo hice, pero poco faltó para unirme a ella.

-Es verdad pero eso no es importante, Sole- Dije para tratar de consolarla a ella, y en el fondo a mi también.

-Lo importante es habernos conocido, habernos amado como lo hicimos y haber sido sinceros el uno con el otro, como lo fuimos- Agregué

Había llegado el momento. Doloroso para ambos, pero no por ello menos previsto. Estaba escrito que esto iba a ocurrir de un momento a otro y ese momento había llegado.

Continuamos hablando durante mucho rato. Nos empezaron a iluminar las luces de un nuevo día. Tomamos varios cafés. Nos besamos muchas veces mas, casi queriendo prolongar el momento de separarnos, porque sabíamos que iba a ser para siempre. Sin decir una sola palabra, Soledad me tomó de la mano y me condujo a la habitación. Me besó largamente, casi diría que me arrancó la toalla que me cubría y yo hice lo propio. Asombrosamente para mi, estaba otra vez en condiciones de dar satisfacción a sus deseos.

-Quiero mi despedida- dijo Soledad acompañando las palabras con un beso y los ojos brillosos.

Me indujo a acostarme, y cuando estaba en la posición buscada, con una buena erección, me besó y continuó descendiendo hasta tomarla con sus labios y comenzar a hacer mis delicias. Unos minutos después, se sentó sobre ella y me hizo ingresar dentro suyo con mucha lentitud, gozando ambos de cada milímetro. Cuando me incorporó totalmente a su interior, comenzó a moverse como sólo ella sabía hacerlo, mientras yo permanecía totalmente absorto pues no podía concebir que haya tenido otra erección y menos aún de estas características. Casi como si fuera la primera vez.

Estábamos completamente encendidos. Nuestro orgasmo no tardaría en llegar. Primero fue ella, en absoluto silencio pellizcándome el pecho hasta hacerme doler y junto con el clímax, otra vez las lágrimas. Silenciosas rodaban por sus mejillas mientras me hacía saber que acababa. La tomé para acercarla a mi y besarla mientras le pedía que contraiga su interior. Con nuestro beso, comenzó con las contracciones y así, besándonos y sin movernos, volví a llenar su paraíso, en un orgasmo que todavía hoy recuerdo.

No sé cuánto tiempo estuvimos abrazados en silencio. Se levantó, puso un dedo sobre mi boca en señal de que no debíamos hablar, trajo café para los dos y envuelta en una toalla se sentó al borde de la cama y volvió a poner su dedo sobre mis labios impidiéndome hablar.

-No quiero que hablemos de nada- dijo dándome un suave beso en los labios.

Cuando terminamos el café...

-Duchémonos juntos otra vez- dijo al tiempo que me tomaba de las manos para llevarme destino a la ducha.

Una vez bajo el agua, me besó cuando adivinó mi intención de hablar, dando por tierra con mis intenciones y en silencio, nos duchamos y nos secamos. Fuimos a la habitación, nos besamos largamente.

-Quiero vestirte yo- dije comenzando a buscar la ropa, que como de costumbre estaba repartida por toda la casa.

Cuando finalicé y me disponía a calzar sus sandalias, acercó cada pie a mi boca para que los bese, cosa que hice con sumo placer. Me besó largamente y se fue poniendo su índice sobre mis labios y me miró de esa forma tan elocuente, indicándome que así debía ser.

Me recosté nuevamente en la cama, prendí un cigarrillo y rememoré cada momento de nuestra relación. Con muchísima pena, pero a la vez con alegría, porque de haber continuado lo nuestro, la más perjudicada siempre sería ella.

No volví a pasar por "su" esquina ni por los lugares donde aunque remota, existiera la posibilidad de encontrarnos. Siempre en la convicción de no querer perjudicarla, pues un encuentro podría haber significado recomenzar nuestra relación con el consecuente perjuicio para ella.

Unos tres años después de nuestra despedida, estaba tomando un café al sol en la playa y a lo lejos la vi caminando hacia mi. La reconocí por su inconfundible forma sensual de caminar y su cabello ondulado retenido con una fina bincha.

Empujaba un cochecito de bebé e iba del brazo de un joven. Cuando estuvo cerca se lo cedió a su acompañante y se acercó para darme un memorable abrazo y un beso en cada mejilla. Seguidamente me presentó a Joaquín, su esposo y padre de Marianella, quien estrechó mi mano y me sonrió con franqueza denotando su seguridad por los sentimientos de su esposa, aún después del abrazo que me diera.

Claro, mi cabello tenía más gris que negro, mis medidas abdominales no eran las mismas que antaño de manera que las posibilidades de despertar celos en un muchacho joven eran mas que remotas.

Breve charla, abrazo y doble beso con Soledad, un beso a Marianella y un fuerte apretón de manos con Joaquín y terminó el encuentro. Los últimos rayos de sol de esa tarde, me trajeron nuevamente a la memoria los hermosos momentos de todo tipo que viví con Soledad, junto con la gran alegría de que había formado una pareja y la intuición que Joaquín haría de ella una mujer feliz.

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