Capitulo 04 - Con mi jefe militar.



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Ahora sí:

Fui por el pasillo a mil. No me importó nada. Elaboré fugazmente las posibilidades que habría si dentro de esa oficina estuviésemos tan sólo él y yo. Cuando llegué vi todo cerrado. Supuse que había que anunciarse con la secretaria antes de pasar.
—Ah sí, fue al gimnasio... —contestó cuando le dije a quién buscaba.
Creí que mi mente estaba muy alterada ya.
La palabra gimnasio y mi jefe maduro y militar se mezclaron creando una delicia de chances hacia el futuro, no tan lejano, ya que el gimnasio estaba en el quinto piso y yo ahí me dirigí.
14.05 eran exactamente cuando entré. El reloj del pasillo me lo anunciaba como marcando el momento.

Habia un patio descubierto allí y luego una escalera blanca en forma de espiral conectando el último piso con una terraza no muy grande, y en donde de forma de cabina vidriada se ubicaba el lugar. Las acciones eran de película, ya que al encararme para subir, me encontré con mi mismísimo jefe bajando.
Y también me encontré con que yo ya no era yo.
Su semi pelada abrillantada por el sudor, sus entradas canosas de los costados bastante húmedas pararon mi verga en dos segundos. Más todavía. Todo eso, contrastando con su cara agria y su mirada verdosa de forro me dieron miedo de hacer lo que mi mente me decía que hiciera. Las arrugas en sus gestos me querían hacer entrar en razón de la diferencia de edad y de todo entre nosotros.
Pero no les hice caso. Me calenté más todavía. No sólo eso, sino el detalle de que también su remera gris, con la palabra EJERCITO en el medio del pecho, tenga pizcas de sudor por varias partes, en especial por la parte de las axilas. No sólo eso, sino la idea ya segura de que me encontraba con un tipo desagradable. Un tipo que me la jugaba que era capaz de ponerse el uniforme de militar encima de su cuerpo así de sucio y que le importaba tres huevos. Admiré sus brazos un poco más tostados que el resto de su cuerpo adornados también por vello entrecano. Y ahí sentí que su postura no emanó más que virilidad pura.
Esa misma que emanó todo su cuerpo y su vello corporal limitado a mi vista por la remera y por un short negro de gimnasio hasta las rodillas.
Esa misma que me llevó del rechazo y el odio al deseo puro.
Lo último que vi fueron sus gordas piernas peludas pero no tanto, apetecibles igual.
Todo mi paneo lo hice mientras bajó la escalera. Lo tildado que me quedé le alcanzó para pararse frente mío de manera autoritaria.
—¿Qué pasa Ramirez? Yo lo hacía en su casa ya. Pajéandose frente a la computadora. —gruñó con su voz de mierda.
Pero esta vez, fue distinto, esta vez no me la bajó. Me excitó un poco más. ¿Será el saber su secreto?
—Le venía a alcanzar lo que me pidió. —sollozé nervioso.
—Me había olvidado—lo tomó de mi mano de mala manera. —Como tardó mucho, vio... me aburrí y me vine a hacer ejercicio.
Se pasó la toalla de su hombro por la frente.
—Es más productivo que lo que usted suele hacer entre cuatro paredes y solo, ¿no cree?
Me dio una palmada en el hombro. Otra vez buscando complicidad.
Forcé mi sonrisa.
Nos dirigimos al ascensor. Yo estaba incómodo. Él parecía en otra. Tuve la leve sensación de que no estabámos en sintonía y en ese lapso del quinto piso al segundo subsuelo analicé si capaz yo no era lo suficientemente atractivo para él y por eso el boludeo.
Entramos a la oficina. Yo me fui a los escritorios. Él se fue a su despacho.
Agarré mi mochila. Con la indiferencia que actuó dudé de todo. Pero se me ocurrió un último recurso.
Entré a su despacho:
—¡Me voy! —grité.
—¡Bueno! —provino de adentro.
Apareció de la otra punta del estrecho y corto pasillo de su despacho a su privado, en bóxer. Un bóxer gris y con el elástico gastado. Tan solo eso.
Se rascó un huevo sobre él. No le importó nada, ya.
Ahí yo senti, claramente que su cuerpo gordo, con pectorales un poco caídos de poco ejercicio, su panza prominente y con forma redondeada levemente, sus piernas gorditas, sus pies un poco más blancos, con un poco de pelo sobre cada uno de sus dedos, todo eso, cubierto con vello entrecano y con su cara de orto, se pusieron en forma de regalo hacia mí.
Ya ni sabía qué pasaba.
Era poco lo que quedaba a mi criterio. Poco por su ropa y abultado en su entrepierna.
—¿Me hacés un último favor? —me consultó, con su clásica sonrisa perversa, Con seguridad me animo a decir que su voz, en ese momento y de forma sutil me estaba invitando a pasar el límite.
Se acomodó el bóxer. Yo no podía parar de mirarlo de arriba a abajo...


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